Cuesta aún digerir lo ocurrido la noche del viernes y no por el hecho de haber visto a una de las bandas que todo fanático de la música jamás pensó tener de visita en el país, sino por todo lo que significó esta presentación; tanto a nivel musical, en lo visual, a nivel espiritual, sensorial, lo que se te ocurra escribir aquí. De lo que no hay objeción es el sorprendente show que brindó Sigur Rós y de lo difícil que se hace expresar en palabras la experiencia y el significado de este.
Cuando el reloj marcaba las 21 horas, el público seguía ingresando al recinto de Parque O’Higgins bajo el leve zumbido de un ruido blanco, a modo de premonición de lo que vendría a los minutos después. Tras unos quince eternos minutos y con una ansiedad que se percibía en el aire, los islandeses por fin subieron a escena ante a las 11 mil emocionadas personas presentes.
Con una cuidada puesta en escena que incluía una enorme pantalla como telón de fondo y un perfecto juego de luces, Sigur Rós daba inicio a un viaje único e irrepetible, un periplo lleno de atmósferas sonoras perfectamente ejecutadas por Jónsi Birgisson, Goggi Hólm y Orri Páll Drýason, quienes manejaban a su antojo las emociones de los fanáticos, desde la solemnidad en ‘Ekki Múkk’ a la catarsis en ‘Sæglópur’. Cada canción evocaba sensaciones complejas de asimilar, trances que pasaban del ensueño al estruendo en cosa de segundos.
El recorrido se hacía cada vez más intenso y emocionante en canciones como ‘Glósóli’, ‘Ný Baterrí’ y ‘Vaka’ gracias a la enorme voz de Jónsi, alcanzando el clímax con la interpretación de ‘Festival’, que gracias al juego de luces e hipnóticas visuales, la experiencia se transformaba en lo más cercano al trascendental viaje del doctor David Bowman antes de enfrentarse a la vida misma en la obra magna de Stanley Kubrick. Y como si estuviera todo conectado, en las visuales de ‘Popplagið’, (última canción del setlist), un enorme monolito se erigía al ritmo de la canción, para luego decantar en un bombardeo de glitches, un guiño orwelliano que encapsuló el alucinante debut de la banda en nuestro país.
Los islandeses agradecieron afectuosamente a los espectadores en una ovación que se extendió por minutos, mientras ellos tímidamente hacían una dinámica de juego, el público pedía una canción más. Lo de Sigur Rós fue impactante, fue introspección, fue catarsis, fue la bencina necesaria para echar a andar esa pesada maquinaria llamada vida, un show que resultó ser el concierto EJE del 2017. Al igual que ese programa de trabajo para jóvenes en la Iglesia, a Sigur Rós tienes que vivirlo.
Foto: Carlos Muller