En octubre del año 2006, la edición chilena de la revista Rolling Stone engalanaba su portada con una foto de Bob Dylan. En las páginas interiores, el cantautor norteamericano se confesó con su entrevistador, Jonathan Lethem, en un robusto diálogo donde no evadía temas y se despachaba la siguiente declaración, refiriéndose a su entonces recién aparecido elepé “Modern Times”.
“Si tengo alguna actitud respecto de mí, o sobre lo que hago, lo que toco, lo que canto, en cualquier nivel, mi actitud es: ¡compárenla con la de los demás! No la comparen conmigo. ¿Van a comparar a Neil Young con Neil Young? Compárenlo con otro, compárenlo con Beck -que me gusta- o con cualquiera que esté a su nivel. Este disco debería ser comparado con los artistas que están trabajando en el mismo terreno. Yo lo llevo a cualquier lugar, pero compárenlo con eso. Así debería ser con los discos de todos, si son realmente serios con lo que hacen.”
Las palabras del norteamericano suenan tan atinadas para hablar de su discografía, como también para elaborar un paralelo con otros músicos. En este caso, situar lo anteriormente citado, con el fin de comentar el último álbum de Radiohead, se antoja comprensible y de una utilidad sorpresiva.
Desde 1997, la carrera del quinteto de Oxford ha sido víctima de una extraña dicotomía, y los motivos no son deleznables, pues “OK Computer” (una de las obras cumbre de la banda) sentó un precedente tan firme, una vara tan alta, que las sucesivas muestras de estudio la han tenido como espejo, arrojando opiniones de todo cariz, nunca unánimes, pero extrañamente vinculadas a un mismo deseo.
Y aquí es donde entra en escena la dualidad: los críticos y fans, al pedir más riesgo, más evolución, sólo se están engañando, pues lo que de verdad solicitan es una continuación del laureado “OK Computer”. Algo tan imposible como innecesario. El mismo grupo lo entendió antes que nadie, y esa comprensión le permitió seguir.
“The King Of Limbs” es el octavo disco de Radiohead. Un tramado que, siendo sinceros, requiere de más de una oída para moverte en algún sentido. Su escasa extensión (sólo ocho canciones) privilegia la forma por sobre la cantidad, lo que repercute en mayor detenimiento en la escucha.
Todo arranca en el aparente caos de batería, guitarra y bajo que Thom Yorke ordena con el ingreso de su voz en ‘Bloom’. És esa es una de las características de esta placa: la música está al total servicio del vocalista; él es quien maneja las direcciones de cada canción. Vagando frágil en ‘Little By Little’, dotando de movimiento a la minimalista ‘Lotus Flower’ o a centímetros del vacío en la hermosa y desamparada ‘Codex’, el frontman -sin quererlo- sigue aumentando su estatus como una de las voces más reconocidas y distintivas de la música en los últimos veinte años.
Premunidos con texturas que buscan camuflarse y protegerse sin que nadie note su origen artificial (presten atención al amanecer de ‘Give Up The Ghost’), el quinteto permanece vehemente en su cruzada, cuya meta y motivos desconocemos. Quizás, por eso es tan injusto esgrimir un juicio a algo que acaba de nacer, sometiéndolo a comparación con sus hermanos que llegaron años atrás y que ya cumplieron su cometido
Es que Radiohead hace lo que nadie y como nadie hoy en día: en un mundo en que la inmediatez abunda, ellos se toman cuatro años para volver (la espera entre “OK Computer” y “Kid A”). En un planeta donde todos demandan progresar e ir hacia adelante (aunque pocos podrían explicar en qué consiste eso), los ingleses nos enseñan que, antes de emprender marcha, lo principal -lo verdaderamente importante- es aprender a sostenerse en los propios pies y de ahí, caminar.