El tránsito desde la música al cine suele ser complicado, son dos lenguajes muy diferentes. Si uno apela a lo sensorial, otro apunta más a lo intelectual, aunque los dos traten de llegar a lo más profundo de lo emocional. Pero, las formas son muy divergentes y, por eso, muchas veces los intentos de músicos por acercarse tras la cámara no han acabado demasiado bien. Ejemplos de esto son los desastrosos acercamientos de Madonna por contar historias en imágenes. Fred Durst de Limp Bizik, Fito Paez, Prince, Ana Belén, Neil Young o la recordada catástrofe de Bob Dylan que fue Renaldo y Clara, son otros de los variados ejemplos.
Luego ha habido otros que sí han sabido manifestar su personalidad en el cine que han hecho. Las muy buenas películas de género de Rob Zombie, muy cercanas a su imaginario sonoro, el musical poppy que dirigió Stuart Murdoch, o la experimentación tanto en uno como en otro campo de Franco Battiato. Músico accidental antes que cineasta fue también Pedro Almodovar, aunque en su caso fue un divertimento más que una carrera. En el mundo latinoamericano tenemos un ejemplo excepcional en la figura de Leonardo Favio, cantante melódico para algunos, y un cineasta singular e imprescindible en el panorama iberoamericano.
Dentro del marco del festival de cine SANFIC se presentó Nunca Vas a Estar Solo, como estreno en Chile tras su paso por diversos festivales de diferentes países, incluido el prestigioso Festival de Berlín el pasado Enero. La película, la primera dirigida por el músico Alex Anwandter tuvo como detonante el cobarde asesinato de Daniel Zamudio pero, como se encarga de repetir una y mil veces el director, no es, para nada, la historia de ese asesinato.
Si alguien quiere establecer un (inútil) punto de comparación con la serie que TVN estrenó hace unos meses sobre ese tema, va a chocar contra una pared. Ni en lo estético, ni en lo dramático, se cruzan en ningún momento. La serie era un convencional recorrido narrativo por unos elementos que el espectador conoce y que parece estar esperando ver reflejados en pantalla. Los personajes estaban mal dibujados y la sensación de inverosimilitud constante (para colmo, hablando de algo real) hacían de sus buenas intenciones, un fracaso sin paliativos. Aquí casi se juega a lo opuesto.
La película se estructura en dos partes muy diferenciadas. Una en la que el protagonismo es coral, aunque más centrado en el personaje del joven Pablo, su relación con su entorno y su sexualidad, su padre, sus amistades, sus sueños y su oculta relación con Félix. Tras el conocido ataque (no es spoiler, dudo que nadie sepa qué ocurre si el punto de partida es el que es), el protagonismo pasa, casi de manera absoluta, a su padre para sorpresa del espectador.
Esta elección, como guionista, es arriesgada pero funciona de manera exacta en la lógica interna del relato. Ese punto de quiebre, en una excepcionalmente bien rodada escena, sorprendente en un debut, marca el resto de la historia. La tensión contenida, la violencia del momento, casi toda fuera de campo, el ritmo, el pulso cinematográfico y el desgarrador final que lo corona, se convierte en el momento más impactante de la película. Seguramente, en una narración más convencional este debería haber sido o bien el punto de partida, o bien el clímax, acercándose al final pero Anwandter esquiva los convencionalismos y aquí comienza otra película. Imposible sin lo anterior, pero la que realmente nos quería contar.
Siempre es incómodo para un autor que le hablen de sus influencias a la hora de enfrentar un trabajo. De hecho, el propio Alex fue incapaz de concretar ningún nombre ante esas preguntas, después de la proyección. Pero algunas son evidentes, conscientes o no. El naturalismo, la observación distanciada sin un andamiaje dramático estricto de la primera parte no es complicado asimilarla a la trilogía de la muerte de Van Sant. Esos personajes que aparecen y desaparecen de pantalla, casi con pinceladas al aire, sin contar conflictos propiamente, sino simplemente con sus tiempos muertos que nos dicen más de ellos que lo que las pesadas explicaciones en muchas otras películas.
También el fantasma de Almodóvar es innegable. Esas escenas musicales sonando boleros o las desprejuiciadas (y, una vez más, muy bien filmadas) escenas de sexo remiten al Almodóvar de La Ley del Deseo, por ejemplo. También al más reciente, al del melodrama con ecos clásicos que parte en la filmografía del manchego desde Carne Trémula. Es complicado no asociar la escena en la que el padre observa la clase de ballet, a momentos de la obra maestra almodovariana Hable con Ella. Pero, más allá de las referencias, la impronta autoral de este auspicioso debut es imposible de negar.
El espacio físico de la película es Recoleta. Y, si bien, siempre se recuerda que Santiago no es Chile, en este caso Recoleta sí es Chile. Los recurrentes planos desde altura de la ciudad, de la comuna, sirven para situar pero, a la vez, para desdibujar ese marco físico. Nos reconocemos en esa clase media depauperada, la auténtica clase media. Esa que se ha creído que estar en la OCDE igualaba, de manera automática, a ser un país del primer mundo. Y no. Chile sigue siendo un país en el que te mueres o te endeudas si te enfermas. En el que la jubilación no equivale al descanso y la ausencia de preocupaciones como en los países en los que el Estado del Bienestar es real. En Chile hay que pensar en que el mes próximo hay que pagar por la educación de nuestros hijos o nunca tendrán oportunidades que, para colmo, es probable que tampoco así las tengan. Y en un país en el que quedar sin trabajo es un drama, porque la nación que te exige amor y culto a sus símbolos, no te va a proteger. Esa clase media de paredes desconchadas, en las que cualquier imprevisto interrumpe tu sensación de (falsa) tranquilidad, porque siempre está hay la posibilidad de caer en la espiral de desgracia. Y, casi siempre, decidida por el dinero, o más bien, su ausencia.
Cada uno escoge sus luchas. Aunque se toque de pasada el tema de la homofobia, aunque ese sea el detonante de todo, no es, ni por asomo, el tema central. Estamos ante un retrato certero del Chile de 2016. Sutil, la mayor parte de las veces. De hecho, los mayores problemas que tiene la película son innecesarios subrayados. La escena de la isapre puede ser muy real, pero rompe el tono de la película, exige tal grado de identificación -porque todos sabemos que es así- que esa insistencia acaba dañando esa parte del relato. Pasa parecido con el personaje de la vecina cotilla. Un personaje estereotipado, sin demasiada gracia en el conjunto y que resulta ser prescindible en el global, y sus apariciones quedan forzadas y, a veces, parece un mero elemento cómico que no encaja.
Si bien, el conjunto es notable y satisfactorio, hay una escena que no se entiende bien su propósito. La conversación en el hospital entre el padre y la doctora está filmada y señalada como si fuera trascendente pero, ni la conversación, ni el tono, funcionan. En realidad, al terminar la película, uno se da cuenta de que ese encuentro es meramente instrumental, sólo para poder cuadrar narrativamente el desenlace, pero, dramáticamente es muy cojo. Se alarga demasiado, por lo que uno tiene la sensación de que es más relevante de lo que en realidad es, y, quitando los segundos finales que son meramente utilitarios para, como hemos dicho, cuadrar con la parte final, no es significativa ni aporta nada. A ello hay que sumarle una actuación de Antonia Zegers que es un despropósito y que no encuentra jamás el tono requerido.
Lo cual sorprende porque todo el equipo actoral, encabezados por un soberbio Sergio Hernández, está sensacional. Su papel de hombre corriente superado por las circunstancias contiene infinitos matices en los que reflejarse uno. Y sin tener que, como en el ejemplo de la escena de la isapre, verbalizar y hacer explícito el tema. Toda su angustia, la monetaria, la emocional, la laboral, la legal… la expresa con una economía de gestos, cada uno de ellos exacto, necesario y significativo que no hace falta explicar nada más. Esa sutileza, como la de casi toda la película, es uno de los valores artísticos más conseguidos.
Técnicamente cumple. La dirección de actores (excepto el punto señalado) es sólida. La elección de puesta en escena, casi siempre con una temblorosa y angustiante cámara en mano que sabe transmitir la urgencia de un drama cocinado a cámara lenta pero, que uno sabe que hay más tensión que en quinientas explosiones de Transformers, funciona. Anwandter filma a sus personajes muy cerca, casi encima de ellos, sus rostros reflejan las arrugas, las cicatrices, los granos, los defectos, muy alejados de la espectacularidad y el glamour que vemos habitualmente (¿hay algo más falso que ver a Angelina Jolie perfectamente maquillada en medio de una guerra?).
Algunas lagunas técnicas extrañan, como el excesivo grano en algunos momentos pero que en otros, incluso con menos luz, no se aprecia y que distrae. En la función a la que asistí, para colmo, hubo un problema de calibración del proyector lo que hizo que toda la película, ya de por sí nocturna, de espacios cerrados, con apenas luz, se viese mucho más oscura de lo deseable por lo que el trabajo de fotografía, sobre todo en interiores, quedaba muy deslucido. Pero esto es un problema puntual. La propia fotografía, de bajo contraste, luz azul, dura y fría, es una elección inteligente y acertada.
Quizá distancie un poco del drama subterráneo que presenciamos, pero es necesario para no acomodarse al modelo de drama cliché del cine norteamericano. El tono elegido, tanto en lo visual como de puesta en escena estaría mucho más cercano, por decirlo de alguna manera, al cine de los hermanos Dardenne. Quizá a veces el subrayado musical es excesivo, como en las películas de terror, adelantando el golpe, pero estamos ante un melodrama y, por tanto, la música (tanto la incidental como las canciones) han de tener una función central.
El final, abierto, nada discursivo, valiente, me recordó al de Los 400 Golpes de Truffaut y, en cierto modo, ejerce como liberación para el personaje principal, casi a modo de única salida, aunque alguno puede interpretarlo como egoísta dadas las circunstancias.
En resumen, un sorprendente, pero coherente debut en el cine de Alex Anwandter (sirve como un todo junto a su disco Amiga), muy alejado de la espectacularidad, incómodo y nada plácido para el espectador, en el que, como él dice, elige sus batallas, de las que quiere hablar, las jerarquiza, y que se aleja de convencionalismos melodramáticos para entregar una obra sólida, profunda y que, espero, sea sólo el inicio de otras que vendrán porque, sin duda, la voz autoral la ha sabido encontrar con una celeridad inusual. Celebremos.
*Nunca Vas A Estar Solo se estrena en salas de diferentes ciudades de Chile el 10 de noviembre.