Por Felipe Mardones
En tiempos en que el pop chileno no logra bajarse de la nube de la propaganda internacional –esa que lo encumbra como el terreno ideal para la creación, esa que encandila con la mentira del paraíso pop que es comprada como pan caliente por cualquiera-, un teclado y una guitarra componen un manifiesto que podría barrer con toda la seguridad de una pequeñita generación acostumbrada a escudarse en canciones románticas, todas idiotizadas por los modelos tradicionales de escritura sobre el amor. Se trata de “Cuna de Piedras”, trabajo en el que la debutante Natalia Molina lustra el formato popular con versos rabiosos, incómodos, a ratos marginales, pero siempre presentados en cálidas canciones.
Retrocediendo décadas, Natalia Molina recoge en su primer disco lo mejor del sonido beat que en Chile conquistó las radios durante los años noventa, firmando una contundente mezcla de música popular, pequeña psicodelia y balada en diez canciones. Esa atmósfera amable se contrapone con una narración de motivos semiocultos que se van descubriendo poco a poco, seduciendo lentamente hasta que se transparentan con brillantez. Por eso, si el pop tradicional lo entendemos como una marca de fábrica que se reproduce en su bondad y pacifismo, en “Cuna de Piedras” las alegres melodías se envenenan con el inverso, la imperfección y la rudeza.
“Quien duerme de noche, con escombros en el comedor, el miedo te enfoque, es el odio el que saca mi voz”, canta Molina en ‘Ay de mí’, canción que se completa con “Ay de mí, sin casco ni fusil, frente a un mar de falsa humanidad”. En este mismo corte, las referencias a la noche y armas negras presentan una escena cruda y sofocante. Lo mismo se repite en ‘Revancha’, una balada de emotiva melodía que marca la cumbre de este trabajo cuando su autora sentencia “Y puede ser que hoy día sea el día aquel que has esperando tanto, conseguirás hundir al que te pisoteó y aún seguirás quejándote”, agregando “No hay rencor que no tenga un motivo” y la más intensa de sus conclusiones: “No hay revolución que no cuente un poco de sangre”.
Así se construye el atrevimiento de este álbum, valor que se expresa cuando la cantante encara una y otra vez las complejidades mundanas, aunque siempre recurriendo a arreglos luminosos. En ese contraste surgen otros cortes como ‘Tan Temprano’, en donde Molina reflexiona sobre el control del tiempo y el peligro de la prisa; ‘Por si cambias’, una alegre composición que es interpretada desde el cansancio de quien recorre la ciudad; ‘Llévame lejos’, otra anécdota amorosa que refiere al limbo de las inseguridades. Todo completa una obra de pop perfecto, pero que ya desde su título no le hace asco a la dificultad, a la cuna de piedras, a la falta de prosperidad y de seguridad de la buena crianza.
Finalmente, “Cuna de Piedras” funciona como un entramado de fácil aceptación, una historia sencilla, pero que da pistas de un profundo sinsabor respecto a las relaciones, las instituciones y los conceptos de bien y mal. Tal como se escucha en una de las canciones, este debut es una fractura, un remezón que sirve para no perder las esperanzas en un pop chileno capaz de mostrar los dientes y dispuesto a esquivar la frondosa enredadera de trepadores nacionales.