Para pasar de promesa indie a sensación mundial, The Smashing Pumpkins recorrió uno de los caminos más tortuosos de los noventa y engendró un disco bajo condiciones de suma hostilidad. Billy Corgan experimentaba un severo bloqueo creativo, producto del quiebre con su novia y la pérdida del departamento en que vivía. Al unísono, también acabó la relación amorosa entre James Iha y D’arcy Wretzky, luego de la gira de “Gish”. Caso aparte era el de Jimmy Chamberlin, quien hacía todo lo contrario y afianzaba su idilio con la heroína.
¿Complicado? Todavía falta añadir la presión por superar al primer disco, que los catapultó a un sello grande (Virgin, parte del grupo EMI) y les dio la posibilidad de grabar su nuevo álbum con 250 mil dólares, más de 10 veces su presupuesto anterior. Butch Vig nuevamente asistió la producción, aunque en condiciones muy diferentes dado el prestigio obtenido por “Nevermind” y sus trabajos siguientes, entre los que destaca otro lanzamiento vital de la década: “Dirty” de Sonic Youth. Eso sí, de poco y nada servirían la abundancia de recursos y galardones para hacer llevaderas las sesiones de “Siamese Dream”.
La interacción entre los miembros del grupo resultó desastrosa, por decir lo menos, durante los cuatro meses que estuvieron grabando en Atlanta. Las constantes desapariciones de Jimmy Chamberlin indicaban que había logrado contactar a traficantes en la ciudad, mientras que James Iha y D’arcy Wretzky peleaban todos los días, provocando que su habilidad como instrumentistas se debilitara. Billy Corgan decidió registrar él mismo las partes que les correspondían al guitarrista y la bajista, a la vez que reprendía al batero por su conducta y lo hacía repetir las tomas de su instrumento decenas de veces.
“Siamese Dream” nació del conflicto y sus canciones también. La letra de ‘Cherub Rock”, el primer single del disco, era una diatriba lanzada contra el mundillo indie al que detestaban. Aunque Virgin distribuyera el sencillo mediante Hut -una filial de fachada autónoma- y que intentara promocionarlos como “los nuevos Nirvana”, The Smashing Pumpkins pertenecían a otra estirpe rockera. Una casta que no vestía camisas leñadoras y que apelaba a una paleta más amplia de referentes estéticos (glam, sicodelia, new wave, pop), pese a concentrar sus esfuerzos en llegar a los mismos corazones de los adolescentes que escuchaban grunge.
En julio de 1993, el disco fue editado y debutó en el décimo lugar de ventas en Estados Unidos. Los resultados comerciales se condecían con los artísticos, premiando a un disco ambicioso y confesional hasta decir basta, lleno de relatos que exponen los problemas personales de su compositor. Algunos ejemplos: ‘Disarm’ habla de la relación con sus padres, ‘Spaceboy’ está dedicada a Jesse (su medio hermano discapacitado) y ‘Today’ lidia con los sentimientos suicidas que experimentó durante la mentada crisis amorosa. La catarsis fue musicalizada con esmero obsesivo y capas de sonido que yuxtaponían decenas de tomas de guitarra. Expresionismo en carne viva.
El impacto comercial del álbum, que agotó más de cuatro millones de copias, congregó a nuevos acólitos para el grupo. De paso, agotó el tiraje de “Gish” y lo convirtió en el lanzamiento independiente más exitoso de la historia, hasta ese momento. Por fin se hacía justicia con The Smashing Pumpkins, aunque fuese temporal porque la prensa no resistiría la tentación de demonizar al líder del grupo y edificar un mito en torno a su personalidad autoritaria. Eso sí, los detractores quedaban con pocos o nulos argumentos para atacar a la banda por motivos artísticos. El melodrama de James Iha y D’arcy Wretzky, la drogadicción de Jimmy Chamberlin y el ego de Billy Corgan serán condimento en futuros anecdotarios; pero “Siamese Dream” pasará a la historia como una obra maestra.