Había mucha hambre y poca comida. Metallica era una banda famélica, deseosa por tragarse al universo, pero nadie se atrevía a darle los medios para saciar esa urgencia. Pero tipos con el temperamento de Lars Ulrich y James Hetfield no estaban dispuestos a sentarse a mirar la vida pasar, así que –como pudieron- financiaron la factura de su primer disco: Kill ‘Em All. Un álbum donde la rapidez cobraría vital importancia, no sólo en el sonido thrasher y la filosofía de las letras (‘Whiplash’, ‘Motorbreath’), sino también al momento de producirlo.
La placa fue grabada en dos semanas, con Kirk Hammett –cuya estadía en el equipo era de apenas un mes- en la guitarra, luego de la abrupta salida de Dave Mustaine. Si bien el ambiente no era el propicio, especialmente debido a la disconformidad del grupo frente a las condiciones económicas que experimentaban, supieron sacarle partido a las circunstancias. A través de un registro sucio y casi deficiente, con una producción poco depurada, el cuarteto validó su categoría de promesa; puede que el álbum no sea un ejemplo de nitidez, pero sí era una clase magistral de categoría y actitud.
Kill ‘Em All contenía violencia y brutalidad en proporciones exageradas, pero los atisbos de brillantez de Cliff Burton en ‘(Anesthesia) Pulling Teeth’ o los vertiginosos cambios de tempo en ‘No Remorse’ advertían que la balanza estaba en perfecto equilibrio entre salvajismo y técnica. El tiempo les daría la razón. Inadvertido en su momento, por la gran masa, el disco se alzó como un estandarte del recambio en el metal. Atrás quedaba el reinado de los caricaturescos pioneros; el debut de Metallica fue un quiebre del status quo y el primer gran mordisco de un monstruo insaciable.