Lo de Javiera y Ángel Parra fue una rareza, porque hicieron un concierto con lógicas distintas a las que acostumbra Lollapalooza. Allí donde hay escenarios mastodónticos, vestuarios cuidados, shows calculados al milímetro y mucha electricidad, ellos marcaron un contrapunto: sentados en la pequeña tarima de la llamada Aldea Verde, tocaron durante media hora -aunque estaban anunciados por 45 minutos- en actitud distendida, con instrumentos acústicos y riéndose un poco de los bajos que atravesaban toda la elipse del Parque O’Higgins desde el escenario donde a la misma hora se presentaba Glass Animals.
Lo que presentaron fue parte del espectáculo que han preparado en homenaje a su abuela Violeta Parra y, en particular, a Las últimas composiciones, acaso el disco más relevante grabado alguna vez en la música popular chilena. Además de ‘La jardinera’, que no está en ese álbum pero la escogieron para la apertura, tocaron ‘Maldigo del alto cielo’, ‘Volver a los 17’, ‘Qué he sacado con quererte’, ‘Gracias a la vida’ y ‘El albertío’, siempre en un dúo que a ratos remitía al que hace décadas formaron Isabel y Ángel Parra, su padre. Claro, porque en varios pasajes, Javiera marcaba el pulso con un bombo legüero, mientras Ángel iba tomando una serie de instrumentos cordófonos: guitarras de seis y doce cuerdas, charango y cuatro eran sus herramientas, además de algunas pistas pregrabadas en ‘Gracias a la vida’. Salvo por algunas innovaciones en las cuerdas y ciertos giros vocales no del todo afortunados (esos “uuooo”, ¿para qué?), las que tocaron fueron versiones relativamente ajustadas a las originales, acompañadas por un apoyo visual: arpilleras y pinturas de Violeta Parra proyectadas en una pantalla, además de un collage de dudoso gusto en que la imagen de la compositora aparece rodeada de flores.
Fue una rareza este concierto, además, porque en un festival plagado de emociones empaquetadas, hubo un instante distinto. Ocurrió cuando Javiera Parra, visiblemente emocionada, hizo un pequeño recuerdo de su padre recién fallecido y de vuelta recibió un aplauso sonoro, prolongado y afectuoso, de verdadero respeto y no por simple protocolo. Pero todo esto fue una excepción, porque las canciones que tocaron parecen provenir de un universo paralelo al de Lollapalooza. Es interesante plantearlo de la siguiente forma: hace más de medio siglo, los santiaguinos que iban a las fondas del entonces llamado Parque Cousiño podían encontrarse a Violeta Parra tocando sus canciones. Muchos años más tarde, los habitantes de esta ciudad pueden ver a sus nietos tocando también sus composiciones. Es el mismo lugar, es la misma autora, pero todo es muy diferente.