Hace unos meses nos preguntábamos si Greta Van Fleet era tan malo como estaba diciendo la prensa musical. Con uno de los discos más vilipendiados del año por la crítica nuestra conclusión es que, en realidad, eso no importaba. Porque, cada día más, lo que opine la prensa musical importa menos. Así que, probablemente, los siguientes párrafos no le interesen demasiado a los que asistieron al concierto de esta banda en el día de apertura de este Lollapalooza 2019.
¿Y qué nos encontramos allí?. Mientras desfilaban un festival de todos y cada uno de los tópicos de cierto roquismo, se me ocurría que, seguramente, ese iba a ser uno de los conciertos más satisfactorios de esta edición. Incluso el que más. Estaba dando a su público exactamente lo que se esperaba del grupo y exactamente lo que su público estaba demandando. Todos contentos.
Desde una visión un poco más desapasionada el panorama era otro. Comenzar con un gritito y un solo de guitarra pajero era mostrar las cartas: no engañaban a nadie. Como uno de esos grupos de versiones que tocan semana tras semana en La Batuta, en el primer minuto, incluso antes de comenzar a tocar, ya estaba todo dicho. Las pintas del grupo parecían un cosplay de Almost Famous. Esos pechos lampiños, esos pantalones de terciopelo marcando la entrepierna, un solo de batería apenas diez minutos después de comenzar el concierto. ¿Tópicos?. Sí, todos los imaginables y más. Pero, insisto, eso era lo esperado y lo demandado.
No tienen un gran repertorio, ni en extensión, puesto que apenas cuentan con un par de epés y un solo disco, Anthem of the Peaceful Army, ni en calidad, así que con esos materiales los Kiszka explotan sus virtudes. Que, por supuesto, tienen. Una gran voz para el rock del jovencísimo Josh Kiszka y pulcritud instrumental de todos ellos. Eso, y, claro, los tópicos.
Explica Mark Fisher en su libro de ensayos Los Fantasmas de Vida publicado en español por la editorial argentina Caja Negra, que el Britpop, al que él denominaba como una “pantomima reaccionaria”, apareció como “una música diseñada para tranquilizar las ansiedades de los varones blancos en un momento en el que todas las certezas con las que contaban anteriormente (el trabajo, las relaciones sexuales, la identidad étnica), se derrumbaban”.
Aunque Fisher se circunscribía al contexto británico posthatcherista y que abrazaba acríticamente la llegada del laborismo neoliberal de Tony Blair, lleno de sonrisas, de la mano del renacimiento de la Cool Britannia, su análisis sirve igualmente en 2019. Greta Van Fleet es la perfecta banda sonora del contexto actual de crisis global. En el momento de redefinir las identidades sexuales, los roles de género y el desdibujamiento de las fronteras, el grupo se nos muestra como una tranquilizadora vuelta a un pasado más sencillo, en el que todo estaba bien definido, en el que las certezas existían. Pero eso, en realidad, es mentira. Esos setentas que evocan con su música eran en realidad tiempos convulsos marcados por la crisis del ’73 y el desencanto de la absorción del sistema por los ideales sesentayochistas. Una época compleja que, inevitablemente, desembocaría en el punk para tratar de acabar con bandas como las imitadas por Greta Van Fleet.
Un concierto de Greta Van Fleet es como esas comedias románticas que hace Netflix en serie, o esos procedimentales policíacos. En su desarrollo no hay sorpresas, sabes qué va a pasar, cómo y hasta no es complicado adivinar el final. Pero es que es eso lo que uno quiere al sentarse a verlo, esa es la razón, la ausencia de sorpresas. Escuchando a Greta Van Fleet, acudiendo a sus conciertos, uno no quiere música aventurera, que te desafíe y te ponga retos como oyente. No. Quiere esa agradable sensación de que nada te descolocará, que no te obligará a salir de tu zona de confort como espectador y eso es lo agradable para su público. Y ese es su mérito. Que nada asuste, incomode o provoque. Greta Van Fleet son como ese chaleco viejo, gastado, incluso que con el tiempo ha adquirido cierto olor a armario cerrado pero que, cuando llega el invierno, sigue siendo tu favorito porque es el que más calor da. Puede que tengas otros más nuevos o gruesos, pero, por alguna razón, ese chaleco viejo, sientes que te da más calor. Y así año tras año. Toda la vida igual. Sin esperar cambios que te puedan producir sensación de inestabilidad. Un placebo.
En algunas de las intros de las canciones del concierto, hubiesen cabido discos enteros de Los Ramones. Solos interminables, grititos en falsete, mientras se decidían a atacar los temas. Unos temas que, a veces uno no tiene claro si son en serio o en broma. Josh introdujo ‘Flower Power’ diciendo que es uno de sus temas favoritos. ‘Flower Power’. Tienen otra que se llama ‘When the Curtains Falls’. Y otra más, ‘Highway Tune’. Con el tipo de música que hacen uno no sabe si estamos ante una elaborada parodia del rock como The Darkness o Spinal Tap o si realmente va en serio. A nadie hubiera sorprendido que salieran con una guitarra de doble mástil. O triple, mejor. Que gritaran al técnico “turn it to eleven”.
A pesar de una obvia estética sexualizada e insultantemente hetero hay algo infantil, algo de banda de colegio en la propuesta. Como si fueran los infaustos La Dieta del Lagarto del circo del rocanrol. No hay maldad, no hay dobles vueltas, son el equivalente a esos departamentos de teleserie nocturna de TVN siempre demasiado iluminados, sin contrastes. Cuando uno recuerda el ascenso a la fama de Guns N’ Roses, tiene la imagen clavada de la sensación de peligro, de suciedad, de vivir (y superar) los límites. Estar frente al directo de Greta Van Fleet a lo que remitía es a la versión sanitizada de eso. Como Kel Calderón con el punk. Como esa cerveza sin alcohol que venden en las barras del festival. Y ahí radica también su virtud y éxito. Como en la reciente Bohemian Rhapsody, su triunfo es entregar algo complejo de la manera más digerible. Una especie de sexualidad en cloroformo, como en la película de Queen, que había una homosexualidad en cloroformo. Para que no molestase, para que nadie, ni tu abuela, se pueda escandalizar. Y, como la película, es una fórmula perfecta para el éxito.
El problema para los no convencidos es que si no es por razones médicas, ¿por qué tomar una cerveza sin alcohol?. Una canción como ‘When the Curtains Fall’ en manos de The Darkness se convertiría en una gozosa y hedonista diversión pero a media tarde, en el parque O’Higgins, en pleno Lollapalooza, era una soberana lata.
El filósofo postestructuralista francés Jean Baudrillard trabajó mucho el concepto de la hiperrealidad. Resumiendo, la hiperrealidad sería la simulación de la propia realidad para hacernos creer que, en efecto, es de verdad. Esa simulación de hacernos creer frente al escenario que estamos ante un concierto que honra la tradición del rock cuando sólo la está simulando. Como cuando en la era del Paid in Full o del It Takes a Nation of Millions to Hold us Back, aparecieron Mc Hammer o Vanilla Ice simulando hacer lo mismo que Eric B. and Rakim y Public Enemy.
¿Y el concierto? Muy bien cantado y tocado. Como esas malas películas de las que se dice: bonita fotografía.
*Foto: Nicole Ibarra