Por Vladimir Garay / Foto por Felipe Fontecilla
Hay gente que desprecia completamente el concepto de “semana laboral” y al parecer muchos de ellos trabajan organizando eventos. Los horarios de los conciertos son una forma de recordarte que, por tener que levantarte temprano, no eres suficientemente cool. Y esa es la única justificación factible para poner a tocar una banda pasada la medianoche de un martes.
Del show no hay mucho que decir, salvo que fue perfecto, dentro de todo lo acotado y realista que puede implicar el uso responsable de dicha palabra. Tocando con una potencia que a ratos se diluye en sus grabaciones, The Rapture deleitó a una audiencia entregada por completo desde el minuto uno. Baile devenido en pogo y sudor ajeno encima, no sería exagerar demasiado decir que – por unos minutos- fuimos todos más felices. Y tal como la verdadera felicidad, cualquier intento por describir los hechos será mediocre.
Pero lo ocurrido anoche en el Teatro La Cúpula es también la representación perfecta de cómo ha cambiado el mundo desde la edición de “Echoes” hasta ahora: del modo en que una generación completa aprendió a bailar y descubrió que el cencerro es un instrumento; del ansia cada vez mayor de las grandes marcas por convencernos de cuán onderas realmente son y la gentrificación de la audiencia como consecuencia de dicho anhelo; de la forma en que la crisis de las discográficas ha obligado a las bandas a ganarse la plata sudando cada noche sobre el escenario, convirtiéndose en mejores músicos a causa de ello; de cómo el público puede corear todas las canciones sin haberlas escuchado jamás en la radio y cómo a ratos pareciera más importante recolectar pruebas de que fuiste a un concierto, por sobre el concierto en sí mismo.
El show de The Rapture nos recuerda el gastado cliché de que el tiempo jamás pasa en vano y lo importante que es la fiesta frente a dicha verdad. Demos gracias por la lección.