En la ciudad de los estímulos visuales es justo y necesario rendir pleitesía a la maestra de la pirotecnia y los fuegos fatuos. En la primera noche de sus cuatro sold-out en el Madison Square Garden, Madonna se mostró más cercana que nunca a la máxima que persiguió cierta cantante folk española: ni canta, ni baila, ni puta falta que la hace. La Ciccone parece haber aparcado sus dotes de cantante (si es que algún día las tuvo) para centrarse en sus labores como entertainer. Se pueden contar con la palma de una mano los momentos musicales de calidad del show: la interpretación semiacústica de la oscarizada "You Must Love Me", la revisitación rockera de su trallazo discotequero "Hung Up" y "Devil Wouldn’t Recognize You", uno de los temas del último disco que mejora en su interpretación en directo. Capítulo aparte merecen los visuales que acompañan a las canciones, especialmente el impagable "It’s Britney bitch" de boca de de la mismísima Spears. Salvando esas pinceladas, poco más. El espectáculo del "Sticky & Sweet Tour" no sorprende como su "Drowned World Tour", ni cuenta con la calidad kitsch del "Blonde Ambition Tour". Ni la puesta en escena es tan espectacular como requiere la artista (sonrojantes los momentos hispanos y la muerte de sus doppelgangers en "She’s Not Me"), ni ha sabido beber de las vertientes musicales para su carrusel (una versión nu rave de "Into The Groove" a la altura del "Erase/Rewind" de Sabrina Salerno). Pero no todo fue malo en el recital, nada más lejos de la realidad. A pesar de ralentizar hasta la saciedad "Ray Of Light" (única aparición de ese disco de 1999 que nos hizo arrodillarnos ante ella), de convertir la polémica "Like A Prayer" en la oración del siglo XXI, el sabor final de un concierto de dos horas de reloj de la reina del pop es como el de un caramelo: nos hace disfrutar con su dulzura, pero nos hace recelar de sus ingredientes.
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