Jueves 3 de mayo, Teatro Caupolicán
Fotos por Felipe Fontecilla
Lo que el show de anoche en el Teatro Caupolicán prometía de antemano era simple, pero interesante: dos dúos europeos, dos formas de hacer beats, dos actitudes, dos sonidos diferentes pero que comparten el sagrado lenguaje del baile. Eso es lo que la dupla francesa Justice y el binomio germano Modeselektor vinieron a hacer a Chile: ni más ni menos que hacer bailar. Con toda la simpleza, clichés y mística que eso implica.
La muchedumbre que colmó el recinto llegó atraída sobre todo por la marca ultra probada de los galos, quienes arribaban -por segunda vez- a Chile con un live act y promocionando su último disco, “Audio, Video, Disco”. Al mismo tiempo, una ilustre minoría estaba ahí para presenciar a los oriundos de Berlín, uno de los actos electrónicos más versátiles y cojonudos del último tiempo, lejos de las luces y la exposición, pero creadores de un álbum perfecto como “Monkeytown”, editado a mediados de 2011.
Precisamente ellos abrieron los fuegos. Una hora y media tuvieron Gernot Bronsert y Sebastian Szary para desplegar un show que desbordó groove, bajos gordos, beats asesinos y un combo nutritivo de diversos sonidos actuales. Y es que lo de Modeselektor suena bien porque es contemporáneo, inteligente y entretenido. Acompañados de las notables visuales -y del mismo VJ- que usaron en Coachella 2012, los teutones se instalaron con una actitud y un look de bigotes y sombreros caricaturescos transmitiendo algo grotesco e indecente, pero demasiado bien hecho como para no comprarlo. Dubstep, hip-hop y electro son sólo algunos códigos que el dueto manejó a la hora de plantarse frente a las masas danzantes, mientras se dieron tiempo para sacar fotografías, descorchar una botella de champaña y, en medio del frenesí de beats, rociarlo como lluvia desenfrenada sobre los cuerpos extasiados de la audiencia.
Sonaron algunos cortes de “Monkeytown” (‘German Clap’, ‘Evil Twin’, ‘Berlin’), más algo de sus discos anteriores (‘Let your Love Grow’). Y mientras el tiempo en la pista de baile se consumió demasiado rápido, fue posible notar que ningún track era igual al anterior, ningún beat se oía igual al siguiente y el sonido de estos peces gordos era exquisito en su variedad de sampleos, voces y ritmos capaces de mantener arriba a la audiencia todo el tiempo. Sin ser facilistas ni gratuitos en su ofrenda, sino todo lo contrario: derrochando calidad y estilo. Disfrazaron el rap con acidez rave, camuflaron el techno violento con rítmicas tribales y primitivas, se pasearon por tendencias con una soltura y habilidad irresistibles y, cuando todo estaba en su mejor momento, ya era hora de partir. Su show pareció durar 15 minutos. Ese eclectisismo desgringado, sarcástico y desafiante que siempre ha tenido Alemania en su música, se personificó con excelencia en Modeselektor: los nuevos y putos amos de la fiesta.
Lo de Gaspard Auge y Xavier De Rosnay comenzó varios minutos más tarde, luego de intercambiar aparatosas e imponentes escenografías. Algo cargado de fetichismo y morbo, pero carente de mayor sorpresa. Todos (fanáticos y escépticos por igual) querían ver esa cruz enorme y brillante, entronada como un nuevo ícono eclesiástico en la iglesia de las masas actuales: la disco. Y quizás en eso radicaba la potencia y simbolismo de ver a Justice en vivo. En su propuesta, su maquillaje, su concepto y todo lo que rodea a la música.
Esta vez tocando en vivo e intercalando sencillos de su disco debut (‘D.A.N.C.E.’, ‘Genesis’, ‘Phantom’), en esa clave más sucia y agresiva de sus primeros años, con el electro pop light y el glam sintetizado de su última placa (‘Civilization’, ‘Audio, Video, Disco’), los parisinos hicieron el trabajo fácil y efectivo que tanto manejan. Los fans alzaron sus brazos y cámaras digitales en el atochamiento masivo de la pista, mientras los ritmos incesantes vomitaban tintes discos, guitarras hair metal, sintetizadores añejos y beats de millones de dólares, logrando su noble y claro cometido. Y luego de una tensa pausa de tres minutos en que los tipos quedaron congelados con sus puños en alto, pausados por un control remoto invisible y luego liberados en un sorpresivo beat robótico, algo quedó claro. Tras bailar frente a un símbolo religioso universal que brillaba como un holograma, frente a decenas de pantallas que asemejaban pequeños televisores hipnóticos, era posible entender el fenómeno.
Lo de Justice es un ejemplo de los tiempos modernos en la música: el culto a la imagen, la devoción por lo visual, la artificialidad, lo directo y lo sencillo. La universalidad en su máxima expresión. Algo que todos pueden apreciar, algo con lo que todos pueden identificarse. Basta detenerse en los nombres de sus canciones, en aquella cruz, en el mismo concepto que le da nombre al dúo. Son todos símbolos y bastiones de lo global. Ver a los galos a ratos era como ver TV o ir al cine: una experiencia de sobreproducción, un show que intenta chuparte los sentidos para que sólo bailes y no pienses en nada. Algo predecible, pero no por eso menos efectivo. Sus melodías tienen mucho que ver con los tiempos actuales y, en vivo, adquieren mayor significado. Una experiencia intensa y encandilante de baile fácil de artificio, algo tan sencillo que, después de vivirlo y pensarlo, se vuelve mucho más complejo de lo que parece.