Domingo, 20:30. Claro/LG Stage
Uno de los puntos altos del primer día de Lollapalooza fue la impecable calidad del sonido en todos sus escenarios. Sin embargo, el viejo vicio de los problemas de audio en eventos de convocatoria masiva encontró la forma de volver en gloria y majestad, nada menos que con el último cabeza de cartel del festival. Al final, la experiencia de ver en vivo a Foo Fighters fue de dulce o de agraz dependiendo en buena parte de la ubicación en que se encontraba el espectador.
De las cerca de 50 mil almas que se quedaron hasta el final de la jornada del domingo, la mitad que estaba más lejos del escenario se tuvo que conformar por largos pasajes con un volumen insuficiente y saturaciones surtidas. Y, en simultáneo, aquellos que estaban más cerca vivieron una fiesta de principio a fin, logrando una compenetración raras veces vista entre público y artista en nuestro país. Fueron ellos, sus saltos constantes, sus gritos incesantes (e inéditos, en un par de ocasiones) los que llevaron a Dave Grohl y el resto de la banda a mostrar genuina sorpresa y agradecimiento, en una primera impresión que superó cualquier expectativa que trajeran.
Pero, más allá de un setlist que no dejó disco sin tocar e incluyó tributos a Pink Floyd, The Who y Joan Jett (más una mención a Queens of the Stone Age), es inevitable comparar percepciones y ver cómo este concierto de más de dos horas y media dejó recuerdos duales. Para aquellos que estuvieron ahí, en medio de esa masa que nunca dio tregua a su entusiasmo, fue una experiencia inolvidable. El problema es que esa experiencia debía ser compartida, generalizada. No fue así, y muchos se fueron decepcionados. El debut de Foo Fighters en Chile podría haber sido glorioso. En cambio, está condenado a generar opiniones divididas en los meses y años por venir.