El look eternamente veinteañero de Brandon Boyd no es sólo un siempre efectivo gancho a la hora de hacer gritar a su vasto séquito de admiradoras. Es también un espejismo, una imagen que a veces nos hace olvidar cuánto tiempo lleva haciendo música. Y es que, a ratos, se nos escapa que Incubus ya tiene dos décadas de vida, con seis elepés y varios lanzamientos en otros formatos a su haber. Es natural que la agrupación que tomó su nombre de los demonios que violan mujeres por las noches (¿qué, no sabías que eso es un Incubus?) se haya transformado en una franquicia consagrada, caminando múltiples senderos melódicos con diversos resultados.
Mucho tiempo después de los covers a Primus con los que comenzó todo, y tras la gira más exitosa en la historia de la banda, el break que vino a continuación fue el momento escogido por Boyd para desafiarse a sí mismo. Porque en eso va la mitad de su primer trabajo solista: en probar su propia capacidad para componer e interpretar un conjunto de canciones sin el apoyo de aquellos con los que ya lleva más de media vida colaborando (entiéndase como José Pasillas y Mike Eizinger, los otros dos miembros fundadores del quinteto de Calabasas). En eso, y en su constante auto búsqueda, uno de sus sellos líricos desde hace rato.
Así pues, “The Wild Trapeze” es el viaje del californiano por sus propias ideas sónicas. Un experimento que él mismo ha descrito como la posibilidad de hacer cuanto ruido quisiese con cuantos juguetes tuviera a disposición. Con él a cargo de todos los instrumentos, y sólo con el apoyo del productor Dave Fridmann (The Flaming Lips, MGMT) en teclados y tras las perillas, el resultado es inevitable que pille mal parados a muchos. Porque (y aunque suene a obviedad) más de uno necesitará mentalizarse antes de atreverse con este álbum. Meterse en la cabeza que no habrá licks memorables de seis cuerdas, baterías sorprendentes o líneas de bajo brillantes. No. Esto es tremendamente simple en cuanto a su ejecución se trata. Su autor conoce bien dónde reside su fortaleza: en sus versos, sus palabras, sus metáforas cercanas y brillantes a la vez. Y ahí es donde reside el centro de esta producción.
El track que le da nombre al disco es un adelanto perfecto de qué va el asunto. Guitarras nunca demasiado complejas, donde las armonías y las notas inesperadas se cruzan una y otra vez. Porque sí, este es un material simple, pero nunca fácil y menos aún, obvio. Y aunque no falten quienes encuentren similitudes con “Light Grenades” (2006), el último trabajo de Incubus, caer en ese ejercicio sería un error rotundo. Porque también se podrían buscar (y encontrar) guiños a “Morning View” o a “A Crow Left of the Murder”. Y mientras algunos pierden (y perderán) mucho tiempo en esa caza de brujas, el final del mismo tema que bautiza todo esto viene a probar lo contrario. ‘Here Comes Everyone’, con su solapado ataque al mundo de los críticos de música y sus citas a Oscar Wilde, refuerza esta idea. ‘Mirror of Venus’, una joya pop de menos de dos minutos y medio, la subraya. Y ‘Runaway Train’, el primer single -y dicho sea de paso, su mejor tema y una composición cuya letra pide posteridad a gritos- refuta cualquier duda posible.
Pop de factura honesta, con pasajes repletos de pequeños detalles inesperados. Una saturación sonora que puede confundir a los fans de siempre, y que sorprenderá gratamente a todos quienes tengan experiencias previas con una cierta banda lidera por un tal Wayne Coyne (y a ellos les digo: ojo con las percusiones). Algunas melodías memorables, y letras que definitivamente vale la pena revisar. No es un imprescindible (a excepción del ya mencionado sencillo promocional), pero ahí está el detalle: nunca fue hecho con esa intención. “The Wild Trapeze” es, desde el principio, un ejercicio personal, y así es como debe escucharse. Como lo que ocurre cuando se acaban los gritos, se apagan las luces y un frontman decide encontrarse consigo mismo.