Sábado, 21:30, Claro/LG Stage
Foto por Darío Contreras
Si bien nunca se ha cuestionado que Björk hace la música que le da la gana, la última década ha sido en extremo gráfica al respecto. Tres discos difíciles, cada uno a su manera, complejos de digerir para aquellos que una y otra vez han esperado un regreso a los sonidos que le dieron fama a la islandesa en los años 90. Pero no: cada álbum ha sido una continua exploración por caminos aún menos accesibles.
Por lo mismo, la perspectiva de verla cerrar la primera jornada de Lollapalooza era un enigma. Tal como sus canciones en estos años. Sin embargo, su presentación fue una suerte de respuesta a algunos de los vacíos que se podían encontrar en su última placa, “Biophilia”. El nombre mismo se transformó en profecía autocumplida. Por una hora y media la unión entre melodías, imágenes, luces y voces (con un sonido espectacular como broche de oro) permitieron presenciar cómo cada tema se transformaba en un ser vivo, con pulso y presencia propio, fuera reciente o un clásico vestido con nuevos y palpitantes ropajes.
Ya es hora de, por fin, aceptar la verdad: esta creadora está más allá de los mortales. Es una divinidad que, cuando quiere, nos obsequia su música. Esta vez acompañada por un par de lacayos (sus músicos) y un conjunto de sacerdotisas (sus coristas), ella bailaba sobre el escenario, saltando y cantando a placer. Hacia lo que quería, y con razón. A los dioses no se los cuestiona y Björk es una diosa que camina entre los hombres. Una que, lo entendamos o no, siempre sabe lo que hace.