El lunes 6 de febrero de 1967, los principales diarios chilenos reportaron el suicidio de Violeta Parra, pero no fue su principal noticia. Por aquellos días, las portadas eran otras: el Festival de Viña del Mar, el próximo combate de Cassius Clay y, sobre todo, el hexagonal que disputaría en Santiago el excepcional Santos de Pelé.
“No hubo, para Violeta Parra, ni homenajes ni minutos de silencio”, dice la penúltima página de Después de vivir un siglo (Lumen), la completa biografía sobre la artista que este año publicó el periodista Víctor Herrero, quien había debutado en el género con una elogiada investigación sobre Agustín Edwards, el fallecido dueño de El Mercurio.
Esa escena postrera es un buen reflejo del libro, porque muestra una fórmula frecuente en sus más de 500 páginas: hechos y contexto. Fechas, datos duros, archivos y escasos adjetivos. El relato comienza en 1913, cuando los padres de Violeta Parra se conocen y se casan rápidamente en San Fabián de Alico, y termina el día en que decide acabar con su vida. Así de simple.
“La historia no es mero contexto, sino que va forjando a los personajes. Para mí, eso es casi la mitad de una biografía”, dice Herrero al explicar esa opción de no solo contar la vida de Violeta Parra, sino que situarla permanentemente en su entorno. “Cuando yo tengo que un abuelo de la Violeta participó en la Guerra del Pacífico y perdió un ojo y que al otro lo querían reclutar para la Guerra Civil, tengo que ella nace en una familia donde están presentes esas guerras con miles y miles de muertos. Antes de investigar me pregunté: ¿es posible Violeta Parra 30 años antes o 30 años después? Lo más probable es que no”.
Herrero, un admirador pero no un especialista en Violeta Parra hasta hace poco, demoró dos años en recoger múltiples historias entre París, Ginebra, Buenos Aires, Santiago y varias ciudades del Biobío. Algunas desconocidas, como aquellas de la infancia y juventud entre Chillán, Lautaro y Santiago. Algunas divertidas, como aquella de las bombas de pintura lanzadas en una protesta en Ginebra. Algunas estremecedoras, sobre todo las de los días finales.
—¿Cambió demasiado tu percepción sobre Violeta Parra al hacer el libro?
Sí y no. Me reafirmó una suerte de cliché que tenemos todos los chilenos, que es genial y universal. Ahora, ¿cómo llega a eso? Ese viaje de investigación y exploración es muy entretenido. Me llamó la atención que su biografía no era tan lineal como uno imagina. Es una mujer que se fue haciendo a punta de muchas batallas y muchas derrotas. De hecho, esta Violeta que todos conocemos comienza recién cuando ella tiene 35 años. ¡Imagínate! 35 años, tres cabros chicos, segundo matrimonio, a principios de los años 50, mujer, en Chile. ¡Es una mujer que está acabada! Tocaba en boliches. Era una más del montón y en 14 años revoluciona todo. Eso fue algo bien sorpresivo.
—En el libro recalcas la dimensión política y de izquierda de Violeta Parra. ¿Crees que estaba un poco oscurecida esa parte?
Fue algo que se fue dando en la investigación. Yo no sabía que ella era tan cercana al Partido Comunista. Sin ser militante, el rol del PC es clave en los dos viajes a Europa y siempre tuvo mucha cercanía. Efectivamente, esa parte política de Violeta estaba un poco silenciada y creo que es parte de la herencia de la dictadura. Hay un viejo dicho de un escritor alemán, Kurt Tucholsky: lo que la Iglesia no puede evitar, lo santifica. Eso fue un poco lo que hizo la dictadura con Violeta Parra. Cuando se cumple el décimo aniversario de su muerte no podían obviarlo, pero me llamó mucho la atención que todos los diarios de la época informaron lo mismo: la mujer genial que se mató por amor. Hay muchos mitos en torno a la Violeta, pero ese es uno de los mitos que fue construido en dictadura y creo que justamente para despolitizarla. O sea, está bien cantar ‘Gracias a la vida’ o ‘Volver a los 17’, pero no está bien cantar ‘Me gustan los estudiantes’ o ‘Arriba quemando el sol’. Yo no adelanto ninguna tesis, pero queda bastante claro que eso no es tan así. Es un personaje muchísimo más complejo que “ay, me abandonó el suizo, estoy deprimida, me pego un tiro”.
—¿Cuánto contribuyó ella misma a algunos de esos mitos? Algunos pasajes del libro me recuerdan un poco al joven Bob Dylan, que era más exagerado: derechamente inventaba historias sobre su vida para volverse más interesante.
Algo de eso hubo, fue otra cosa que me llamó la atención: ella tenía un sentido bastante agudo de lo que hoy llamamos marketing. Por un lado, siempre está cateteando a los periodistas de la (revista) Ercilla, de la Ecran, del diario El Siglo. Les manda cartas para que le saquen notas. Era una relacionadora pública de sí misma, en una época en que la carrera musical recién está comenzando.
Por otro lado, cuando va por segunda vez a Europa, en 1962, se estaba poniendo de moda lo autóctono y Violeta tuvo el olfato para decir “yo pertenezco a esto”, a lo que era autóctono para los europeos. Si te fijas, las arpilleras son como ese arte naif que se estaba poniendo de moda en esa época y ella se construye un personaje. Hay una entrevista bastante reveladora con Madeleine Brumagne, donde dice que eran campesinos pobres… Mentira, pero vende. Incluso insinúa que tiene ancestros mapuches. Decir eso en Europa era distinto, en Chile nunca lo dijo. Ella construye ese personaje que calza con la idea que los europeos tienen de este arte latinoamericano autóctono, pero en sus últimas entrevistas es mucho más honesta. Hay una entrevista que da a El Mercurio, en octubre de 1966, donde le preguntan por su infancia y dice que fue igual a la de todos los niños, que no tiene nada de especial. Como que vuelve un poquito a la realidad. ¿Eso es bueno o malo? No lo sé, da lo mismo. El hecho es que ella se identificó con las causas de los campesinos, de los mapuches. No era una parada simplemente estética, sino que era un compromiso político y artístico real.
—Hay una idea más o menos instalada sobre la falta de reconocimiento que Violeta Parra debió enfrentar, pero en el libro se ve que se relacionaba con personas relevantes de la época.
Sí. Es que era una mujer tan apurada, tan consciente de su misión y -hacia los últimos años- de su genio, que daba lo mismo lo que le ofrecieran, siempre hubiese sido poco. Si uno mira fríamente lo que obtuvo a nivel institucional, es todo lo que Chile podía darle en ese momento. ¡Era un país muy pobre culturalmente! Cuando Fernando Castillo Velasco le entrega un tremendo terreno en La Reina en concesión gratuita, ¿cuántos folcloristas podían aspirar a eso?
Por otro lado, yo tenía un poco la imagen de la película (Violeta se fue a los cielos, de Andrés Wood), de la mujer incomprendida y marginada de los círculos intelectuales y artísticos, pero eso no es verdad. Ella se nutría mutuamente con esos círculos. Empezó tímidamente en las reuniones del Café Sao Paulo, pero luego fue clave su paso por la Universidad de Concepción, que en esa época tuvo un empuje institucional y cultural enorme. O sea, ¡trajeron a Allen Ginsberg! Ella está ahí y comparte con Julio Escámez, Gonzalo Rojas, Pablo de Rokha, Nemesio Antúnez, era amiga del fotógrafo Sergio Larraín, de Gastón Soublette. O sea, era parte de la intelligentsia cultural y artística del momento. Ella formó parte de la elite cultural de este país y ahí fue clave una invitación a la casa de (Pablo) Neruda, porque él ya era un monstruo. Si Neruda te bendecía, estabai listeilor. Y Neruda la bendijo tempranamente.
—Creo que algo que define a Violeta Parra es que ella sentía que debía cumplir una misión y no tenía tiempo que perder. ¿Lo ves así?
Sí. Es que se echó una tarea titánica sobre los hombros. Literalmente, se impone la tarea de rescatar todo el folclor de Chile. Una persona, al principio sin grabadora, con libreta, sin saber escribir música, fundo por fundo, convenciendo a los viejitos… Imagínate, hay gente que ahora postula a un fondo de no sé cuántos millones para estudiar la cueca en una isla de Chiloé y compararla con la cueca en la otra isla de Chiloé; y ella quería rescatar todo esto. Fue muy ambiciosa, pero logró mucho. Había mucha otra gente recopilando también, como Margot Loyola, Raquel Barros o Manuel Dannemann, pero creo que sin las recopilaciones de Violeta, muchos de esos cantos efectivamente habrían desaparecido.
—Tuviste acceso a la autobiografía inédita del suizo Gilbert Favre, ¿qué importancia tuvo para la investigación?
Para la última parte del libro tuvo una importancia muy grande, sobre todo para entender al personaje. Fue espectacular, porque él fue brutalmente honesto y es como tener una ventana privilegiada a la época y a la relación, un testimonio sin filtro, incluso mejor que entrevistarlo.
La de ellos fue una relación muy turbulenta desde el principio. En momentos clave, Violeta lo manda a la punta del cerro y pasan meses sin verse, cruzados de celos por ambos lados. Cada uno se tiene que hacer la propia opinión, pero mi impresión es que cuando el suizo finalmente decide irse, ella se da cuenta lo valioso que era. Le impactó su partida, pero el quiebre no fue tan radical y se volvieron a ver varias veces. Y como lo había hecho con otros hombres, la Violeta procesó sus quiebres emocionales en música. Está en ‘Run Run’, en ‘Gracias a la vida’. También creo que hay una pequeña venganza: en Las Últimas Composiciones no ocupa la quena, que había sido un instrumento clave en los tres años anteriores y la tocaba Gilbert. Es como un ¡fuck you! (risas), pero muy sutil.
—Hay un dato impactante sobre su suicidio, que es la gran cantidad de alcohol que consumió ese día y quedó registrada en la autopsia.
Sí, porque apenas tomaba. Primero, nunca fue una gran tomadora, porque tenía el trauma del papá y de los amigos del papá, que eran alcohólicos. Segundo, porque siempre tuvo problemas al hígado y muchas veces estuvo en el hospital por eso. Aquí solo cabe especular, pero la autopsia arroja ese nivel de alcohol y mi sensación es que, siendo una mujer que no tomaba, se estaba envalentonando para pegarse el tiro. Es la explicación que se me ocurre. Además, son 2,54 grados de alcohol en la sangre a las cinco o seis de la tarde.
—Es impresionante también porque, al parecer, nunca se había dicho.
Es que nadie nunca había pedido la autopsia, yo la pedí por (Ley de) Transparencia en el Servicio Médico Legal. Había leyendas de que nunca se le hizo autopsia porque Nicanor pidió… no, mentira. Estaba completa, estaban los partes policiales de cuando levantaron el cuerpo, estaba todo. Yo no hice morbo de eso, pero me sirvió para datos específicos. Cuando digo que estaba vestida de tal forma, es porque la autopsia dice que llegó vestida así. Me sirvió para saber su estatura exacta, por ejemplo, que ocupé como dato anterior, pero estaba ahí: mujer de un metro y 51 centímetros.
—¿Faltaba una biografía grande de Violeta Parra? ¿Crees que cumpliste ese objetivo?
Es complicado decirlo, porque siempre es odioso compararse con otros, pero creo que es la biografía más completa hasta ahora. Espero que vengan más. Uno dice “pero hay tantas biografías de Violeta Parra” y en realidad hay pocas. Creo que la gracia es que por primera vez hay un trabajo exhaustivo y desde la mirada de un periodista de investigación. Yo no soy especialista en música ni soy un fan. Me gusta Violeta Parra, pero no es un libro lleno de adjetivos. Es un libro que se atreve a investigar desde cero y así me encontré con esa sorpresa de que no era una familia tan pobre, por ejemplo. No creo tampoco que nadie haya hecho los viajes que hice. Es distinto saber de L’Escale de París que conocerla. En mi mente era como un anfiteatro, pero en realidad es como este café en el que estamos. No le pone ni le quita, pero ahí obtienes información. Hasta ahora, los libros que había eran el de Fernando Sáez (La vida intranquila), un ensayo biográfico de Jorge Montealegre (Violeta Parra: instantes fecundos, visiones, retazos de memoria), lo de Patricio Manns (La guitarra indócil) y lo de los hijos (Violeta se fue a los cielos, de Ángel Parra, y El libro mayor de Violeta Parra, de Isabel), que no son biografías propiamente tales. Creo que este libro es un aporte por el lado biográfico.