Por Nuno Veloso
Hace ya más de diez años, con la grabación de su primera placa, “Fallando” (2002), Leo Quinteros comenzó un viaje personal. Un tránsito por una órbita propia dentro de la música chilena, en el que ha sabido imponer una voz y una visión particulares. Ahora, tras haber lanzado su sexto disco, “Antártica”, conversamos con él sobre la génesis de su trabajo más íntimo a la fecha.
¿Por qué “Antártica”?
Leo Quinteros: El disco tenía un nombre anterior, de trabajo. Pero “Antártica” empezó a aparecer por la canción. La imagen me parecía muy poderosa. Me había quedado desde que vi, hace unos años, el documental de Herzog (“Encounters at the End of the World”, del 2007). Su apariencia. Cuando uno ve el desierto de Atacama lo siente árido, es un lugar donde te puedes perder y morir. La Antártica, no. Casi se ve como algo hermoso, pero no por eso menos peligroso. Es absoluto misterio, uno de los pocos espacios que el ser humano conoce menos que la Luna. Y no está preparado para sobrevivir ahí. Es atractivo y es inmenso.
Entonces, ¿‘Antártica’ fue la primera canción que hiciste de este trabajo?
Creo que hay alguna de esas ideas que uno graba en el teléfono de donde provino otra, ‘Una Señal’, que era un poco anterior. Siento que hay un disco para hacer cuando hay un tema lo suficientemente potente en términos de avance como para decir “aquí viene otra cosa”. ‘Antártica’ me dio una señal así. Era algo que andaba buscando hace rato: en la forma de arpegiar, de moverme. Que los bajos se muevan. Una forma que no es una guitarra folkie ni country; casi clásica, en el sentido de ocupar todas las partes del piano. Y sí: es la clave.
¿Y todo está compuesto en base a ese instrumento o hay alguna canción que hayas comenzado a trabajar en otro? Piano, por ejemplo.
“Antártica” lo compuse en el verano/otoño del 2012. A fines del 2011 me compré una guitarra acústica con cuerdas de nylon. No había tenido una propia y trabajé ahí. Está todo hecho en ella. Lo único grabado con una eléctrica en el disco es ‘Pidiéndome Que Aprenda’, y está enchufada al amplificador. En vivo, por una cosa técnica (ya que amplificar una acústica de nylon es muy difícil) uso la electroacústica y la eléctrica, pero sin pedal. Sólo usando el efecto de la amplificación. No modifico el sonido.
¿Cuál fue el tema que vino después de ‘Antártica’?
Creo que ‘Escopeta y Plan’, en términos de composición. Había viajado a Uruguay y le saqué una foto a un cuadro muy bonito: dos personas bailando vals, muy 1800, y una noche grabé la primera melodía. Cuando SoundCloud me pidió foto, elegí ésa. Se llamaba ‘Laralaralara’, no tenía letra. Sólo música.
¿Y en este disco las letras aparecieron rápido? ¿Tenías alguna idea preconcebida?
Me costaron mucho. La melodía de ‘Escopeta y Plan’ me sonaba muy en ingles; forzosamente encontré una expresión que, por fonética, no podía ser en otro idioma. Después, con las demás, fui haciendo eso. En ‘Aumentando el Caos’, por ejemplo, la melodía del silbido se suponía que iba a ser cantada. Pero lo encontraba tan obvio que lo dejé así. Me di cuenta de que muchas veces, al componer la línea de la voz, era casi al unísono con la guitarra. Ahora traté de separar: que las cuerdas fueran una cosa y los versos intervinieran…
¿Como un contrapunto?
Claro, que provocara algo. Así se fueron dando las letras. Creo que la idea más antigua es ‘Deja Pensar’, tenía demasiadas versiones. Cada tres meses la componía de nuevo, siempre con algo distinto, hasta que decidí oficializarla. Los versos no fueron fáciles: no quería obviedades, autocensura o cosas que parecieran demasiado intelectuales. Quería registrar los momentos más viscerales posibles.
¿Estás contento con el resultado?
Sí, encuentro que superó las expectativas que yo tenía. Esto es algo que me dijo Marisol García: sentía que “el disco era más grande que yo”. Como que me había pasado. Es súper bonito que haya cosas que se te vayan de las manos para bien. Le hice caso a mi subconsciente: si se me ocurría algo, no optaba por criticarme sino que por dejarme ser. Si llegó, llegó nomás. Si no era la mejor idea del mundo, después llegará otra. Siento que en esto hay mucho filtro, de “es bueno”, “es malo”, “es inteligente”, “es tonto”, “es bonito”, “es feo”. Acá hacía lo que pasaba. Eso fue clave: que la grabación fuera rápida. Esto se hizo en dos semanas y media, no había tiempo para escuchar.
¿Y cómo sentiste el dejar que Mowat hiciera lo que quisiera con el disco? Porque se lo pasaste y él lo mezclo. Lo dejaste en sus manos.
Por un lado, es confianza. Creo en su mirada artística. Por otro lado, es la incapacidad de desdoblarse eternamente en tu propio crítico. El momento de grabar para mí ahora es mucho más infantil: que me dejen hacer la hueá que quiera, cuando quiera, porque sí, y después vemos qué pasa. Pero no estar con el papá diciéndote que eso está bien o mal.
En ese sentido es tu trabajo más personal, más íntimo, en cuanto a enfrentarte con lo que quieres hacer y que te dé lo mismo lo que el resto piense.
Sí, me acordé de una letra de un amigo. Tiene una canción que dice “sé de un lugar dentro de mí donde nadie me puede encontrar”. Al contrario: yo creo que usé ese lugar para hacer el disco.
Como en ‘There’s a Place’ de los Beatles: “There’s a place where I can go when I feel low, when I feel blue. It’s in my mind”.
¡Exactamente! No lo había relacionado. Claro que sí, hay un lugar en la intimidad propia donde nadie entra, y eso no está en todos los trabajos que uno hace. En este caso, sí. Es bien honesto, tiene “blood on the tracks”.
Las ideas del cello en ‘No Tú y Yo’ y del saxo en ‘Escopeta y Plan’, ¿estaban pensadas en un principio? ¿Sonaban así en tu cabeza?
La segunda, sí. Imaginaba un ambiente más Tom Waits, más bluesy, por la armonía y el tipo de acordes. Pero la primera es de Mowat, él me pidió reservarse esa canción. Yo sólo grabé guitarra y voz, él hizo el resto en Berlín. La mina que tocó el cello es la esposa del tipo que registró el violín en ‘La Enredadera’. Eso para mí hace como un díptico. Hay algo ahí.
En el arte de “Antártica” aparece un avión quemándose, como la letra de la canción: “el calor proviene de las llamas de un avión”. ¿De dónde viene esa imagen?
Apareció cuando empecé la letra. Tuvo varias versiones, muchas imágenes alrededor. Al final llego a eso. No sé por qué, creo que tiene que ver con la forma de llegar a la Antártica. No es de a poco: de repente pasa algo y estás ahí. Y observas este entorno gigante, hermoso, desértico, peligroso, y no sabes cómo te encontraste en esta situación. Es un crashlanding. Las situaciones difíciles, en general, tienen eso. No hay preparación, introducción, nada. De eso se trata: de momentos en que las relaciones personales están resquebrajadas. Puede que vengan así desde hace mucho tiempo, pero en el momento en que las enfrentas es de 0 a 1000.
Si uno escucha las letras del disco encuentra una temática común. Pero, en mi opinión, ‘Dados Sueltos’ es una forma más global de ver el fin último de cualquier cosa, un poco fatalista. ¿La pensaste al final?
Es la última canción que hice. De hecho, cinco minutos antes de grabar escribí la letra. Le pedí un par de horas a Mowat y de repente se me ocurrió esta imagen que me encanta. A veces me equivoco: parte con “sentir que al final caemos como dados sueltos”, en ocasiones digo “pensar que al fin…”, pero creo que la primera es la más acertada. Es eso, el concepto de la insignificancia existencial, de que casi todo lo que hacemos o nos toca es aleatorio. Tampoco es que “nos tiran como dados sueltos”. No creo que alguien esté tirando los dados: caemos, nomás. Es lo que sale. Por mucho que las personas crean que controlan la realidad. Es muy poco lo que uno puede intervenir, muy frágil lo que uno puede conservar, muy mínimo lo que uno puede jugar a que maneja. En general, las cosas son como son. Veo la vida así, como una especie de “alea iacta est”, como suerte echada, pero que no tiene nada que ver con predestinación. Tiene que ver con que las cosas son, fríamente, como son.
“Pies en la tierra, ¿qué seguridad te dan?”.
Efectivamente.