Por Sergio Domínguez
Estoy parado donde se juntan dos caminos
Tratando de tomar una decisión
Estoy tratando de recordar cómo es que se hizo tan tarde
Por qué cada noche el dolor viene de un lugar distinto
Ahora algo tiene que cambiar.
Jason Molina ha muerto este sábado. Tenía apenas 39 años.
A quienes no lo conocen, sólo les puedo decir que Molina fue el hombre detrás de proyectos de country alternativo (una definición bien rasca, por lo demás) como Songs: Ohia y Magnolia Electric Co., y que es, a mi juicio, el gran heredero -aunque no podría decir de qué manera- de una melancolía propia del Neil Young de los ’70. Es decir, del mejor Neil Young. Es necesario señalar que no voy a hacer aquí una reseña musical ni nada que se le parezca puesto que, primero, no estoy capacitado para esa tarea; y segundo, esa información circula libremente por internet. A cambio, ofreceré un comentario personal. Mi mirada, digamos, de simple mortal.
Ahora recién, lunes a las 14:00 horas, me almuerzo con la noticia de la muerte de Molina, acaecida la noche del sábado 16 debido a “causas naturales”. El verdadero motivo de su muerte, sin embargo, se relaciona con una falla en su organismo provocada por el excesivo consumo de alcohol. Nada nuevo, en realidad: ya en el 2009, el cantautor había dejado la guitarra apoyada en algún rincón de su pieza (no lejos de su cama, intuyo) y cambiado sus constantes giras musicales por una larga y tediosa travesía por distintos hospitales y centros de rehabilitación que ya poco podían hacer para salvarlo.
Además, como gran parte de los músicos independientes, Molina carecía de seguro médico, lo cual en E.E.U.U. es un crimen que se paga, más temprano que tarde, con la muerte. El último tiempo lo pasó trabajando en una granja en West Virginia donde criaba ovejas y gallinas para sobrevivir. El año pasado apareció un comunicado de su familia en el que se revelaba su delicado estado de salud, y se solicitaba apoyo económico para solventar sus costosos gastos médicos.
Fue mi amigo Pablo Abufom quien, allá por el 2008 o el 2009, me mostró la música de Molina, y fue él mismo quien hoy me remitió la noticia de su muerte por Facebook, titulándola “Una de esas pequeñas grandes desgracias”. Lo que viene después del blues, Jason Molina, es la nada. Casi sin darme cuenta, me siento a escribir este texto y me encuentro con que es bien poco lo que se puede agregar a esas palabras, que como un haikú posmoderno condensan mucho en casi nada.
Lo que queda, entonces, es simplemente desperdigar.
No sé qué dirán los filósofos o si acaso habrá consenso general al respecto, pero creo que la muerte es o general y vacía, o particular y honda. La muerte, palabra preferida de los poetas, o nos resulta indiferente o nos duele. Sabemos que toda la gente muere. Se muere Chávez y se muere el papá de una amiga, y si bien importa más la primera, duele más la segunda. La muerte de Molina es una muerte particular para mí, una muerte que me entristece como si lo hubiera conocido. La explicación es sencilla: es lo mismo que pasa con las señoras y Camiroaga. Cuando desaparece algo o alguien que uno ha vuelto parte de su vida, uno también se muere un poco, y así se pasa toda la vida muriendo hasta morir del todo.
El individuo es -todavía- un abismo insondable y su conocimiento se presenta, la más de las veces, como una lucha que se da cada día y que muchas veces se pierde. En el momento que conocí a Molina (lo recuerdo como si fuera ayer), Pablo había terminado recién con su polola de varios años y, como exorcizando los eventos del pasado, había escrito con un marcador negro en las blancas paredes de cerámica de su baño un par de frases de ‘I’ve Riding with the Ghost’ de Songs: Ohia; una canción de desamor, que debe ser una de las experiencias más cercanas a la muerte.
Ahora soy yo el que escribe y transcribe frases de y sobre Molina en esta página en blanco. Las tipeo escuchando Magnolia y recordando los días del pasado. Lo hago lleno de melancolía, lleno de blues, porque parece que la única forma de agarrar las cosas (la música y los recuerdos, al menos) es abandonándose a su naturaleza. Escribo esto como si fuese invierno y el día estuviese nublado, o como si el domingo opaco se hubiese tomado este día radiante a modo de protesta.
Escribo por lo que no es, y mientras escribo puedo sentir al fantasma de Molina respirando en mi espalda. “¿Qué viene después del blues?”, pregunta. Le digo que nada. Esa nada que es la muerte y que nos invita a negarla viviendo. Lo bueno es que, como dijo hace poco otro amigo a propósito de la muerte de Ravi Shankar, “estos mueren, pero ni mueren”.