A diez años de la salida de Remoto control, el cuarto disco de Matorral, Arturo Arriagada explica desde la escucha atenta, profunda y dedicada, la trascendencia del disco y de las formas de hacer de la banda. “Con el tiempo entendí que la idea de tocar despacio no era un arrebato del grupo, sino parte de su sonido, de su estética, de su propuesta artística, una especie de statement dentro de tanto ruido y máquinas de ritmos”.
Busco en Wikipedia la definición de un “matorral” y aparece algo así como “un campo caracterizado por una vegetación dominada por arbustos y matas”. Como retengo poco todo aquello que tiene que ver con plantas, árboles, flores y pájaros, no seguí leyendo los detalles que aparecían en Wikipedia, pero sí recuerdo la frase que más me llamó la atención: “el matorral también puede surgir como consecuencia de la actividad humana”.
Hace varios años escucho a un grupo de música que se llama Matorral. Son cuatro sus integrantes: Ítalo Arauz, Felipe Cadenasso, Antonio Del Favero y Gonzalo Planet. Hasta aquí, Matorral es un misterio para mí. No los vi en vivo, escuché alguna vez “Mediodía” y para mí eran un grupo más entre muchos de comienzos de los 2000. Grupos que tocaban en lugares como el Estudio Elefante, bien ruidosos, con entusiasmo por colgarse una guitarra y sentirse estrellas de rock.
También he leído que es un grupo que apareció a comienzos de la década del 2000, el sonido de Matorral en sus inicios era más estridente, rockero, se mezclaba un poco con la propuesta de grupos como Los Blops o Los Jaivas, más sicodélico. Algo propio de una época en la que los medios buscaban validar la identidad del rock chileno, algo que aparecía como una novedad. Los sellos multinacionales empiezan a irse de Chile, Napster hacía de las suyas entre los melómanos, incluidos muchos músicos que en esa época eran solo un prototipo de proyecto musical. Varios intercambian música en foros y empiezan a convertirse también en contenidos para emergentes blogs y sitios de música que aparecen como una propuesta paralela al Wikén, la Zona de Contacto y la Rock & Pop, gracias a la masificación de Internet en el país.
Yo empecé a escucharlos desde el año 2012, cuando tres de sus cuatro integrantes empiezan a tocar junto al cantante y compositor Leo Quinteros. En esa época me llamaba la atención el sonido del grupo que formaban Cadenasso y Del Favero en guitarras junto a Arauz en batería. Leo Quinteros publicó en 2010 un disco que se llamaba Los días santos que tenía no solo muy buenas canciones, también una serie de timbres y tonos que eran muy novedosos para una época en la que se derrumbaban los sellos discográficos multinacionales y el sonido de muchos grupos pasaba de los estudios fuera de Chile a otros pequeños, incluso a las casas con pequeñas máquinas de pocas pistas o computadores que se calentaban con programas que permitían grabar múltiples pistas. El sonido de esa época en la mayoría de los grupos era más bien tarrero, garaje o incluso experimental. Aunque este trío —junto a Cristián Espiñeira en bajo— tocaban a un volumen bajo, lo que permitía escuchar una serie de detalles en los golpes de batería que daba Arauz y en las guitarras de Cadenasso y Del Favero.
Mientras la escena se reconfiguraba gracias a las conexiones a internet, aparecían nuevos lugares para tocar en Santiago y medios digitales que querían validar sus gustos frente a audiencias desconocidas y jóvenes. Masivamente, diarios y revistas (las pocas que iban quedando) de la época celebraban la aparición de grupos con identidad, se hablaba del sonido chileno. Concepción y el catálogo Beatles, Stones, Kinks en distintas versiones desde Santos Dumont a De Saloon, quedaban un poco atrás ante la aparición de un “nuevo pop chileno”.
El entusiasmo con que los periodistas de la época —–con ese poder y actitud de decidir qué es bueno y qué es malo— proyectaban la carrera de Los Bunkers, un grupo que, a su juicio, venía a reemplazar a Los Tres después de su separación el año 2000. Aparecen nombres como Gepe, Leo Quinteros, Javiera Mena, Fernando Milagros, Alamedas, Tsunamis, Jirafa Ardiendo, Teleradio Donoso, Denver, entre varios más. La mayoría solistas, hijos de la baja en los precios de equipos para grabar en la casa y de acceso a instrumentos, plug-ins y máquinas de ritmos. Entre esos nombres, de manera más silenciosa, imagino a Antonio Del Favero aprendiendo a dominar ProTools o a Cadenasso haciendo canciones, grabándolas en casetes para luego pasarlas a un computador.
Unos años después, en 2013-14, empiezo a leer en blogs y en algún recuento de “lo mejor” del año, muy buenos comentarios de un disco llamado Remoto control que publicó Matorral. La imagen de unos pies de mujer flotando en el aire después de dar un salto en un colchón se me grabó en la cabeza. Compré el vinilo y la sorpresa fue tremenda. Hace tiempo no escuchaba con tanta atención un disco que sonaba muy bien y claro, como si el grupo estuviese tocando en el living de mi casa. Con una voz cantante que no quería parecerse a nada sino a sí mismo, no solo en las letras sino en el tono de voz. Con ruidos extraños que entraban y salían por los parlantes, pequeñas percusiones, cascabeles, guitarras con efectos que no eran solo distorsión o un delay poco explorado. Un bajo profundo, que sostiene el movimiento de una batería con un golpe preciso, no estridente, seguro. Algo que no oía desde los tiempos de ‘Pájaros de Fuego’ o ‘Te Desheredo’, canciones de Los Tres que vuelan gracias al sonido de una batería suelta, que eleva la canción y permite que cuajen tan bien las palabras y sonidos. Qué buen invento es una canción.
El asunto en Remoto control es el manejo del volumen y el silencio. Tiempo después –recuerdo—leí una entrevista a Matorral en la que profundizaban en sus ganas de tocar despacio, valorando el silencio, aquel lugar donde muchas veces se asoma la música. Con el tiempo entendí que la idea de tocar despacio no era un arrebato del grupo, sino parte de su sonido, de su estética, de su propuesta artística, una especie de statement dentro de tanto ruido y máquinas de ritmos.
Luego de escuchar el disco, lo primero que hice fue averiguar dónde y cuándo tocaba Matorral en Santiago. Llegué a una tocata en una sala de la Biblioteca Nacional. Una rareza para un grupo de “rock”, pero también una señal de una búsqueda en cada detalle, desde el lugar elegido, el volumen del concierto y el cuidado al tocar las canciones. Obviamente me fui contento, sorprendido, con el entusiasmo de seguir escuchándolos en vivo y también de conocer a estos músicos. Hasta aquí todo lo que escribo viene de la mano de un mensaje que le envié una mañana a Felipe Cadenasso, Antonio Del Favero e Ítalo Arauz, después de escuchar un concierto que acaban de subir a Spotify y que dieron el año 2017 en el aula magna de la Universidad de Santiago. Tocaron 17 canciones, varias de Remoto control y otras de Gabriel, el disco posterior.
Mando este mensaje en modo fan, entusiasta. Quiero decirles que lo que escuché me emocionó un montón. Todo esfuerzo vale la pena. La música que hacen es muy bonita.
Me faltó decirles que su música, también, es muy original.
Hacer música es un vicio, una forma de vida. Implica paciencia, método, ensayo y error. Intuición y rigurosidad, frustración, inseguridad, un cuestionamiento permanente. La gracia es salir de esa situación incierta con una canción nueva, una composición, una mezcla de letra y música, texto y sonido. La pandemia hizo lo suyo en todos nosotros y en quienes se dedican a crear canciones y compartirlas frente a otras personas en vivo y en directo. Aquí van algunas notas aleatorias sobre Remoto control. Un disco que cumple diez años y del que se habla poco cuando se pone la atención en años muy pasados —en tiempo y trasnoche— estando tan cerca como para explorarlo con calma. El salto creativo que significó Remoto control no solo para Matorral como grupo, sino también como un empujón para muchas personas que llevaban haciendo música en esos años y otros que partieron hace poco y siguen hasta hoy.
Después de mandar el mensaje por WhatsApp a ¾ de Matorral, le escribí a mi hermano pidiéndole que escuchara el disco en vivo publicado a comienzos de 2023, Un fondo blanco, en vivo en Aula Magna USACH. Se lo recomendé con el mismo entusiasmo cuando escuchamos en mi casa Remoto control el año 2014. Esto me respondió:
“Remoto control abre la escena de esa época a una nueva estética, aunque no se note mucho. Ítalo Arauz entre el 2010 y 2020 debe haber grabado con una cantidad de bandas y solistas impresionante. Al mismo tiempo, cambia completamente el sonido de la escena indie con su sonido de batería. Tocar más despacio, un sonido más jazzero, el uso de los platillos, especialmente del ride y el hi-hat. Para mí todo esto parte con Los días santos de Leo Quinteros. Siempre he visto a Matorral como The Band cuando acompañan a Bob Dylan, si queremos poner a Quinteros como Dylan y a The Band como Felipe, Antonio e Ítalo (más Espiñeira)”.
Haciendo memoria, Antonio Del Favero co-produjo y mezcló Los días santos de Leo Quinteros. El sonido de Antonio entra a Matorral el año 2013 junto a Ítalo en batería, después de tocar con Cadenasso y Quinteros un buen tiempo. Las canciones de Remoto control se arman con dos integrantes nuevos que se suman a lo que venían haciendo Felipe Cadenasso y Gonzalo Planet.
Lo que llama la atención en Remoto control de inmediato es su sonido, la textura de cada timbre, los tonos y colores que ofrece. Me encantan los discos que tienen una propuesta sonora clara que se mantiene en las distintas canciones que los componen. Es difícil sostener ese diseño sonoro a través de varias canciones, creo que son pocos los que lo logran. Matorral encuentra su nuevo sonido grabando en lugares distintos, una rareza. En estudios Triana se grabaron las baterías con distintos micrófonos, el bajo por línea y con un micrófono de condensador. En la casa de Cadenasso se grabaron voces y guitarras, en Andes Empire –el estudio de Antonio Del Favero—también grabaron más instrumentos. Remoto control fue producido por Cadenasso y mezclado junto a Antonio ¡en un estudio casero!
La voz de Cadenasso se presenta como un nuevo instrumento, al frente, con textura. Escucharlo cantar ‘Buitres’ o ‘Ya Quisiera’ es muy distinto a cómo cantaba una canción como ‘Mediodía’. El micrófono U87 tuvo algo que ver, como también la actitud por bajar la intensidad y dejar que la voz salga lo más natural y fluida posible.
Las canciones que me gustaron desde un comienzo —por sus melodías, ritmos, armonías y letras— fueron ‘Buitres’ que parte en Re con un flanger en el teclado. Todos tocando poco, despacio, mientras la letra dice que los buitres descienden a un metro de ti, con esa mirada que tienen de estamos atentos, el golpe final es saber morir, de frente al sol. Hay un silencio en la mitad de la canción que es clave, te hace reconocer la importancia de la batería de Ítalo Arauz, que toca un ritmo plano hasta que abre el hi-hat antes de entrar al coro. La guitarra de ‘Hiss’ casi como robótica y la segunda voz de Gonzalo Planet (qué buenos coros hace). ‘Nada fácil’ tiene una letra con un humor ácido pensaba todo por escrito, pero no escribió. Ya lo sé, lo leí, se parece y no es tan bueno… este país se ha condenado solo a la imitación… allá funciona, pero aquí te pagan menos. Al final, las guitarras de Cadenasso y Del Favero se enredan con arpegios de pocas notas, repetitivos.
‘Condición’, una canción oscura, de rasgueos y cadencias eternas, acordes raros y la segunda voz de Planet junto a un bajo poderoso apoyan a Cadenasso cuando dice en tu condición será mejor volver a empezar de adentro.
‘Del valle hacia el interior’ es un viaje al desierto con las palabras del escritor y poeta Juan Luis Martínez, quien aparece recitando ahora que el tiempo se ha muerto, entre guitarras con trémolo, cascabeles, ruidos varios y un pulso constante del bajo y la batería. La preciosa ‘Ya quisiera’ merece tanta atención, por su letra, por su melodía, su crescendo final. Cadenasso canta la verdad ya quisiera llegar a un lugar seguro, ve tú a saber de mí, de mis horas, de este claro en el silencio… la verdad si pudiera me iría esta noche por ella. La guitarra de Antonio Del Favero al final de esta canción se apropia tan bien de un par de canciones de O.K Computer. Pocas notas, largas, sostenidas, tensas. En ‘La palabra’, la primera canción del disco, una entrada a dos voces, y la batería de Ítalo Arauz que va abriendo espacio al silencio y la melodía. No me había dado cuenta del aprecio que le tengo a estas canciones, su originalidad y sonido. Este disco merece toda la atención posible, no mueve a las masas, abre posibilidades y sensaciones. Mejor dejar el agua estancada atrás.
En tiempos donde la visibilidad es más valorada que nunca, lo visible es lo que existe (y lo invisible es el negocio de pocos que se alimenta con la visibilidad de millones). Esta visibilidad puede ser gestionada por cada uno de nosotros en cualquier plataforma digital, a una velocidad que no controlamos en caso de caerle bien a un algoritmo que amplifica aquello que compartimos. El silencio, la ausencia, la paciencia y la quietud aparecen como valores ausentes entre tanto ruido, filtros, reacciones, feeds y scrolls.
Esta visibilidad –y la posibilidad de gestionarla— aparece como un camino de luces y sombras para músicos que quieren brillar, ser conocidos, sonar en la radio, llenar estadios y conquistar otros países. Algunos lo logran con un esfuerzo invisible a los videos, fotos y reproducciones. A veces se paga un costo al repetir fórmulas o abandonar la creatividad con tal de ser reconocidos.
Vivir de la música es una frase que resume una serie de indicadores de éxito: ventas, presencia, visibilidad, volumen de reproducciones. Todas medidas que le dan valor simbólico y económico a la creación artística. Si a esto le agregamos el fenómeno de masificación de festivales, con artistas nacionales e internacionales, las ganas de validación social y de valor de mercado, selfies, me gusta y número de seguidores, terminamos viendo cómo la creatividad se convierte en un commodity cuando se orienta solo a esos indicadores y se olvida el solo interés por crear algo nuevo. La pandemia hizo visible la ansiedad de varios por no dejar de estar activos, presentes, trabajando en proyectos, en modo autopromoción, con transmisiones en vivo para no perder la atención de su comunidad y seguidores. La precarización de los creadores de música, artistas del oficio de hacer canciones, fue y sigue siendo invisible, algoritmos de por medio.
En la pandemia Matorral estuvo en silencio. Matorral lleva años tocando despacio cuando todos quieren llenar estadios, tocar en festivales con franquicias y hacer hits de altos decibeles para llegar a México o al mundo latino en Estados Unidos con su música. ¿En qué momento el lenguaje del management, del marketing y de la economía entró de forma tan literal en la conversación sobre música? ¿Qué aportan esas lecturas cuando se convierten en varas de medida de un éxito que es tan relativo como efímero (entendiendo el éxito como un indicador de valoración comercial)?
Los lugares elegidos para tocar Remoto control fueron teatros antiguos, como el Camilo Henríquez, la sala de la Biblioteca Nacional y alguno que otro local de la escena musical en Santiago. No tengo el detalle a la mano de todos los lugares en los que tocaron, pero la idea era poder escuchar la música mientras se toca, realzar el valor del silencio por sobre el volumen y el ruido.
Remoto control es un disco que requiere demasiada atención entre tanto ruido y ganas de obtener visibilidad que se instaló en la vida de todos nosotros. Ahí está su trascendencia. Este disco se sostiene sin la necesidad de llamar la atención. Entre el caos y la crisis del mundo reciente –pre y post pandemia—, un disco como éste nos recuerda que la creatividad y la belleza no hay que dejar de buscarlas, incluso cuando se encuentran. Es posible reinventarse, mutar como un matorral que pasa de ser un montón de ramas secas a formaciones llenas de vida, de diversos colores y formas, fruto de la actividad humana y de la naturaleza. Como el sonido de Matorral, fruto del trabajo, la confianza, la amistad y la interacción de humanos y sus instrumentos. Quienes buscan una reinvención, desde la confianza y la incertidumbre por alcanzar la creatividad, trascienden más allá de las modas y los fenómenos masivos.