Todos sabemos más o menos la historia: son los locos años cuarenta, y el cine mexicano se encuentra en pleno auge, con una industria que produce decenas de películas anualmente, alimentando el mercado latinoamericano con sus historias, desde la comedia de Cantinflas o Tintán hasta el melodrama y la acción. Hollywood, la gran fuerza de las ideas convertidas en imagen, seguía haciendo caja en las grandes ciudades, transplantando su visión de mundo al ídem, sala por sala.
Chile, a principios de la década tenía cerca de 250 salas de cine a lo largo del país, desde los cines de la luminosa Antofagasta a los teatros de plazas de pueblos pequeños. El país también contaba con una sana estructura ferroviaria que conectaba al país de pies a cabeza (con esto quiero decir que, si bien la centralización siempre ha sido un tema, al menos con esa estructura había una conexión medular que nos hacía un todo). El cine se había convertido en un atractivo pasatiempo, y con la llegada de las películas mexicanas, que no necesitaban ser dobladas (un importante porcentaje de la población que no leía ni escribía disfrutó con las películas en su propio idioma), comenzaba lentamente una invasión cultural sin precedentes.
Imaginémonos al trabajador rural. Tenida de domingo, después de misa, al cine. Se encuentra con historias que lo identifican, héroes a caballo defendiendo al pueblo oprimido, cantares de revolución, señores como Pedro Infante, Jorge Negrete, Vicente Fernandez, Antonio Aguilar. Damas de la talla de María Félix, Rosario Granados o Carmelita González. Canciones que llenan el teatro. Canciones que se quedan en la cabeza. Desde ese momento, la ranchera ya es parte del todo que llegó e hizo sentido en su propia idea de la vida, convirtiéndose en parte de ella. Hablaba de su propio pasar, del de sus vecinos, de lo que le rodeaba día y noche.
Los años cuarenta y cincuenta dieron inicio a las primeras bandas chilenas que hicieron música ranchera. Los Veracruzanos, los Guastecos del Sur y los Querentanos, tomaron esta influencia y armaron repertorios con versiones y temas propios. En el año ’49 comienza su carrera una de las exponentes más recordadas de la ranchera chilena, Guadalupe Del Carmen, quien popularizó el género a niveles insospechados, vendiendo miles de discos. De registro impecable y un repertorio a prueba de todo, recorrió de norte a sur llenando local donde se presentara.
https://www.youtube.com/watch?v=dVcNwgcfJbc
Ya en los años sesenta y setenta, comienzan a aparecer muchos más conjuntos con influencia mexicana, casi tantos como pueblos hay con estaciones ferroviarias, mezclando también cumbia y otros ritmos latinoamericanos. En el apartado de las letras las historias eran similares: lucha de clases, amor, heroísmo del hombre común y, como no, picardía. La ranchera original sigue siendo la piedra fundacional, las canciones que hablan de revoluciones que pasaron y pasarán, caballos alazanes y balazos. El campo chileno tiene muchas similitudes con el campo palpable en la ranchera, tanto que es comprensible la confusión, y cuando una canción escrita en Zacatecas la canta alguien de Tiltil, sigue haciendo sentido, la idea es exportable. También los personajes, Juanes charrasqueados, hijos desobedientes, Heraclios Bernales. Así funciona la cultura, a fin de cuentas. Como un caballo de troya, la música mexicana entró por donde menos se le esperaba y se hizo un lugar en espacios radiales, festivales y reuniones.
Una de las cosas que distingue a la ranchera y al corrido chileno es la instrumentación. Si bien las primeras agrupaciones nacionales trataban de mantener un sonido acorde al que se escuchaba en las películas, del mariachi con su séquito de instrumentistas, guitarrón y bronces incluidos, luego la música ranchera desde los sesenta adopta el formato guitarra acordeón, común en ritmos más tropicales. Esta precariedad (no es que los acordeones fueran lo más barato, pero un tío acordeonista cifró el valor de su instrumento en tres novillos al año sesenta, que era aproximadamente lo que en esa misma época, valía el pie para un televisor Westinghouse, para ver el mundial como corresponde). Bandas como Los Manantiales, Los Hermanos Bustos, los Reales del Valle, intérpretes conspicuos como Ramon Rimac o pueblerinos con ahínco como Trovador Norteño, entre innunerables otros, compartían audiencias a lo largo y ancho. Programas radiales dedicados exclusivamente a la ranchera surgían y siguen hasta hoy.
https://www.youtube.com/watch?v=wMumDVN19YE
Ya en el dos mil, con una historia que circula a la berma de la notoriedad, la ranchera chilena logra el reconocimiento de los medios masivos, reconociendo éstos la popularidad ganada a pulso, y los espacios que tenía el género, por ejemplo, en fiestas patrias, donde la cueca era reina. Mientras la música mexicana, en su país natal, luchaba entre la tradición más férrea y la experimentación ligada al rock que acercaba este código a generaciones más noveles, acá la ranchera se concentró principalmente en las zonas rurales, que representan una parte absolutamente considerable del terrotorio nacional, volviéndose un círculo casi independiente de otra música popular más ligada a los medios masivos, que ya veían a la ranchera chilena como una mala copia de la mexicana, ignorando su alcance e importancia.
Por otro lado, María José Quintanilla, con su disco México Lindo y Querido (del año 2003) revitaliza el interés por la música mexicana a nivel masivo, vendiendo miles de copias, que van a parar a reproductores de hogares en los que en años se había escuchado un corrido. Es el redundante pulgar arriba en el canal de televisión más importante de Chile, a un estilo musical que, en realidad, nunca había dejado de ser importante.
Dos años después, en el Festival de Viña del Mar, se presenta por primera vez una banda chilena de rancheras, Los Hermanos Bustos, luego de cuarenta años de carrera ininterrumpida. Con esto, fue claro que bandas como ésta o Los Llaneros de la Frontera (uno de los casos más emblemáticos de popularidad subterránea, sin mencionar a centenares de grupos e intérpretes desde lo notable a lo profundamente mediocre), no necesitaban ni de televisión ni de las radioemisoras nacionales para subsistir como lo habían hecho, y esta presentación era sólo la guinda de una torta ya repartida. El mercado de la venta en cassette y cedé y de las radios regionales bastaba para elevarlos a popularidades insospechadas y pasar digno. Donde hubo clubes deportivos y sedes vecinales llenas de público ansioso por disfrutar rancheras y corridos, canciones de dolor y sufrimiento telenovelesco (himnos como Dos monedas y De Padre Desconocido, de los Llaneros, como baluartes), ahora locaciones mayores acogían espectáculos masivos a lleno completo, presentaciones matiné, vermout y noche, jueves, viernes y sábados, en pueblos agradecidos.
https://www.youtube.com/watch?v=t1hbJ1iJ0SE
Junto al surgir del Sound, la ranchera también abrazó las bases y los elementos electrónicos, más allá de los lazos que se generaron estilísticamente con el auge de la cumbia desde los años sesenta (siendo, éste último, género que contó con una mayor validación por parte de los medios de entonces). Sumando al dúo guitarra/acordeón la solidez instrumental de una banda en vivo, la ranchera chilena fue invadiendo pistas de baile. Una de las últimas bandas populares del género, Los Charros de Lumaco (del sello más visible de la ranchera local, Tekyla Records), no tiene miedo de incluir pistas y otros adminículos en sus composiciones, jugando entre sonidos tropicales y baterías programadas.
Podemos discutir la calidad de la ranchera chilena, compararla con los referentes clásicos del país de no tan al norte, hablar en muchos casos de su impacto local, pensar en ella como un recordatorio de que nada es original y que vivimos de préstamos, de realidades ajenas. Nada más erróneo que ello. La identidad se construye en espejos (así como verse en otros crea una realidad compartida) y ésta no es más que un conjunto de retazos que de una u otra manera cambian y nos acogen en una idea central que se relaciona a la pertenencia. Cada grupo humano decide sus propios ídolos (o eso, al menos, esperamos).
Foto: Guadalupe del Carmen