En el redactor graciosito esforzándose por batir la (muy
difícil) marca de la pregunta más impertinente en una
conferencia de prensa del Festival de Viña no está lo más
preocupante de cómo se escribe de música hoy en los medios
chilenos. Pasan las anécdotas, quedan las rígidas costumbres.
Casi han coincidido en el tiempo dos diagnósticos de crisis en torno a medios y a música, pero nadie repara en la esquina en la que ambos se encuentran. Leemos, por un lado, análisis incontables sobre los desafíos de una prensa escrita que algunos consideran desahuciada. Y hasta hace poco sonaba la alarma de la inminente debacle —que no ha sido tal— del orden discográfico y de difusión de la música grabada levantados en el siglo XX.
Así de inclemente ha sido internet, aunque es mejor reconocer que su voracidad también reparte bendiciones: la caída insalvable de dos antiguos modelos de negocios permite imaginar posibles atajos de salida, revisar contenidos eventualmente obsoletos y discutir sobre los cambios personales exigidos a quienes viven de uno u otro oficio.
Música y periodismo escrito son dos temas que me toman gran parte del tiempo. Propongo cruzarlos. Hablemos de periodismo musical. Intriga por qué casi nadie lo está haciendo.
Lo que se espera en la escritura sobre música popular y lo que a un redactor entregado a ese oficio debe inquietarle es hoy muy diferente a lo que dirigió ambos esfuerzos en los años que moldearon lo que durante al menos cinco décadas entendimos como periodismo «especializado» para medios impresos y audiovisuales. La explosión del rocanrol no inventó el periodismo de música ni las revistas ídem (sorprenderá el dato de que la primera de esas publicaciones en Chile, la Revista Musical Arte y Vida, comenzó a publicarse en 1911). Pero es innegable que ubicar a cantantes, bandas e instrumentistas como nuevos referentes de la cultura popular —y toda la carga de significados adosada a ello— fue una novedad apoyada en que no pocos cronistas, entrevistadores, comentaristas y editores estuvieron dispuestos a concederles el suficiente crédito (no solamente en el rock, por cierto, aunque casi siempre).
Todo aquello del cronista que se va de gira con una banda y comparte sustancias con ella, lo del cantautor atormentado como «vocero de una generación», la portada de revista que levanta a una banda debutante o la reseña impresa capaz de destruir una carrera ajena son tópicos sobre los cuales sigue hablándose como ideas vigentes del periodismo de cultura y espectáculos, pero que en realidad ya no existen como tales. Es como si a los clichés que instaló entre nosotros la cultura rockera viniesen adosados otro montón de tópicos sobre quienes la rodeamos.
Hemos afinado la sagacidad para detectar (y burlar) los primeros, al fin, pero no parece haber real preocupación por desmantelar los segundos. Aprovecharse de la prolongación de ese engaño para disfrazar de oficio cultural o crítico lo que no es más que la inercia de un modelo gastado es profesionalmente indecente; y, por lo demás, cada vez menos rentable.
Por una cuestión de cuidado hacia lectores y espectadores, pero también de justicia para los músicos y de básica honestidad frente al propio oficio, los periodistas de música popular debiésemos marcar ya sin incomodidad un giro de cambio y rediseño, tal como hoy lo hacen nuestros pares en crónica política, análisis económico o internacional, o, por ejemplo, los ocupados en cubrir temas antes considerados de minorías. Una conciencia de nuestro trabajo al fin actualizada a los tiempos puede reportar, además, avances en muchos planos.
De partida, arrastrará a los editores a ofrecer un trato laboral digno, que entienda el entusiasmo por la música y sus protagonistas como algo más serio que un pasatiempo. Los aficionados pueden luego confiar en textos y filmaciones como referencias de registro y pulso social, más que como una guía de compra. Y, quizás, los promotores de conciertos lleguen a entender que el periodismo de música es algo diferente a la promoción publicitaria.
Quién sabe: también algunos músicos a lo mejor aprovechen el encuentro de diálogo en una entrevista para elaborar razones elocuentes de su oficio, mejor articuladas que las frases gentiles para fans y managers apurados que se ha vuelto normal aceptar en esas citas. La desconfianza instalada entre muchos músicos hacia el periodismo musical (o «de espectáculos») es una tara pesada y extendida; a veces justificada, pero que en momentos sigue la inercia del recelo hacia un oficio que tuvo y tiene ejemplos lamentables, pero que no se revisa ni lee, ni merece diferenciaciones cuando se ejerce con honestidad.
Otro beneficio, asociable al léxico. Precisar las palabras que usamos permitirá describir mejor y más agudamente fenómenos nuevos. No es lógico que un medio que en el último par de décadas ha tenido una transformación tan profunda —forzosamente adaptado a cambios tecnológicos, técnicos y financieros, así como a nuevas realidades de movimientos migratorios, identidades de género, subgrupos generacionales, vida urbana, en fin— acuda todavía al vocabulario de una época que movía a la industria de la música y sus protagonistas de acuerdo a mecanismos que fueron y ya no son.
Revisemos, entonces, términos instalados, como ‘regreso’, ‘vocero’, ‘reinvención’, ‘sonido urbano’, ‘folk’, ‘guitar-hero’, ‘súperventas’, ‘gira de despedida’, ‘concierto histórico’, ‘mítico’ (sobre todo ‘mítico’, por favor), y que la desconfianza hacia su improbable vigencia lleve a buscar otras nuevas. Muchos son herencia de una prensa ajena y antigua, y no hay por qué aplicarla a un contexto propio y contemporáneo, donde ya no todo es rockero, masculino, legendario ni primermundista. Sería lindo dejar al fin en ridículo el idioma de hipérbole del impulso promocional.
Voy con dos sueños personales para el medio (entiendo que no tienen por qué ser generales las prioridades y los énfasis de quienes ejercemos el periodismo y la investigación sobre música popular): productores y editores que comprendan que la especialización en un tema se paga, y que el comentario interesante sobre el concierto, el «regreso» o la muerte de una estrella musical no equivale a una cuña o columna al pasar para llenar el espacio que nadie del equipo podía hacer con propiedad. No se confunde algo así cuando toca analizar un partido importante de fútbol ni una nueva candidatura presidencial. ¿Por qué hacerlo, entonces, cuando muere David Bowie?
Para qué entrar siquiera a denunciar la menor jerarquía que la música popular sigue teniendo a los ojos de la institucionalidad y gestión cultural, en comparación con otros campos creativos (eso da para otra columna).
Y otro: una industria editorial y una producción documental que entienda la investigación sobre música popular como una corriente abierta a enfoques diversos y pautas rigurosas. Bastaría con estar atentos a las lecciones que al respecto regala el mercado extranjero —sobre todo, el estadounidense—: se encuentran allí montones de buenos libros y documentales de música más anchos que la biografía cronológica y trivial del famoso (aunque ésta también sea necesaria, por supuesto), en los que el acopio de recuerdos de familiares, los de amigos y cuñas de analistas obsecuentes no son material suficiente para un relato de referencia.
En algún momento el periodismo musical buscó afirmarse en códigos que mal que mal se estaban inventando. Con simpleza, se le asoció equivocadamente a las secciones de «espectáculos», llevándolo a interpretar con mínimos recursos una revolución cultural y comercial de alcances imprevisibles. Hubo improvisación, escasa disidencia y exceso de entusiasmo, pero luego pasó el tiempo y todo eso se quedó como norma. Nadie habla hoy de la obsolescencia de la retórica pop, y debiésemos hacerlo.
Revisar y redefinir lo que el periodismo musical puede y debe hacer es hoy tan necesario como defenderlo, en el sentido que puede llegar a tener su selección ante la sobreoferta, su rigor en las descripciones de lo creativo y su capacidad de traducción cultural en un mundo hoy justificadamente lleno de dudas. Muchos de los mejores diarios del mundo prueban ya la ventaja editorial y de contenidos que la crisis parece haberles hecho ganar. Se revisaron sus recursos, y luego se tomaron medidas. No es algo que tenga por qué limitarse a las páginas de política y economía. La música popular también merece el acuse de recibo.