El término “música electrónica” es tan impreciso como odioso. Más allá de las etiquetas o géneros (que debieran interpretarse solo cómo un medio de orientación), cuando en Chile se habla de “lo electrónico”, puede estar refiriendose a algo enmarcado dentro de un abanico diverso de manifestaciones musicales. Hace años atrás, los DJs y la música de baile apoyada en los beats parecían estar reservados para una especie de elite, o para un público ocasional que no se involucraba en este mundo más allá de un baile una noche cualquiera en una disco o un club. Por estos días, y gracias al auge de los festivales, eventos masivos y otras razones, esta premisa ha ido moldeándose y generando una idea más amplia y transversal de lo que es la electrónica y el público que la consume.
Así como Lollapalooza Chile y Maquinaria marcan la pauta de lo que el rock o el indie imponen en el mundo y cómo esto afecta en las masas de nuestro país, hay tres ejemplos muy diversos entre sí de eventos asociados a la cultura electrónica que, de alguna forma, nos dan algunas pistas para entender este fenómeno. Hablamos del festival de orígen inglés Creamfields, del canadiense Mutek y del recién llegado desde Holanda, Mysteryland.
Creamfields es un festival que partió en Liverpool el año ’98 y que ya está consolidado en Chile. Se realiza anualmente desde el 2004 en una sola noche, congregando cada vez a más personas, con un record de 25 mil en la reciente edición de este año. La línea del evento se mueve entre las esferas más comerciales de la electrónica (house y trance de estadio y electro cercano al pop) y sus principales atracciones han sido, últimamente, DJs “superestrellas” cómo David Guetta y Armin Van Buuren. Una entrada para la última versión costaba la no despreciable suma de $45.000, y un poco menos si eras cliente de una conocida marca de telefonía celular. Antiguamente, casi sózlo el público mayormente ABC1 se aventuraba a pagar estas cifras y disfrutaban de un evento casi exclusivo, de carácter urbano y cosmopolita. Pero, en los últimos años, esto ha cambiado y se pueden ver variados grupos de gente en las enormes y atochadas pistas de baile de Espacio Riesco. Lo cual, logicamente, no ocurre en el Vip. En este ya folklórico sitio, se puede ver incluso a personajes de la farándula nacional, y el ambiente general que se respira es un juego de apariencias, de taquilla y vida social elevada.
¿Qué papel juega realmente la música en todo esto? No hay duda de que cierto sector del público conoce a los DJs y nunca falta el grupo de gente hipnotizada por el beat que disfruta del suceso, más allá de lo que los rodea. Pero, entre tanta gigantografía publicitaria y stands comerciales que intentan vender de todo, es imposible no preguntarse si acaso la música no es suficiente en el mundo actual. Lo cierto es que la edición de este año del festival Creamfields tuvo dos interesantes apuestas que se desmarcan de la superflua tendencia imperante: el dueño del sello Cadenza y uno de los embajadores chilenos de la electrónica en Europa, Luciano, además del respetable oriundo de Detroit, Seth Troxler (quien tuvo la misión de parchar a Miss Kittin, que no tocó porque la producción le negó los equipos que pidió para tocar).
“Yesterday is history. Today is a gift. Tomorrow is mystery” (“El ayer es historia. El hoy es un regalo. El mañana es un misterio”) es el lema con el cual Mysteryland aterrizó en Chile por primera vez este año, proveniente de Holanda. Por donde se le mire, el festival que por primera vez salía de su país natal, alberga un concepto totalmente distinto al de Creamfields. Fueron tres días de fiesta al aire libre en Picarquín, localidad de la comuna de San Francisco de Mostazal (a 60 minutos de Santiago) donde anteriormente se realizó Earthdance, evento que comparte muchos matices con este nuevo encuentro. Primero que todo, la gran mayoría de la gente que se pasea bajo el sol con atuendos veraniegos y que se enteró del evento por la televisión o por Facebook, no tienen la menor idea de los artistas que componen el line up o de qué música específicamente podrán escuchar. No van por la música, sino por el acontecimiento. Quieren ser parte de algo grande, de algo nuevo y que supuestamente marca una tendencia en espectáculos masivos en Chile.
El formato de Mysteryland también es distinto a nuestros otros dos ejemplos (Creamfields y Mutek): nueve escenarios parafernálicos y coloridos, y un entorno en donde se intenta generar un ambiente mágico y de ensoñación eufórica. Los ritmos presentes van desde la electrónica más genérica, light y envasada (lo cual no importa mucho para provocar la aceptación de un público con intenciones de fiesta), pasando por estilos como el hip hop, el pop y números tan extraños como Peter Rock homenajeando a Lady Gaga o un show de drag queens que tributó a divas del pop mundial (en un escenario que también incluía al italiano Benni, al televisivo grupo Sharkycanns y a la actriz Celine Raymond). El fenómeno de Mysteryland obedece a una nueva generación que poco tiene que ver con la electrónica en sí y mucho con seguir tendencias imperantes. Un público más joven y más diverso que el de Creamfields, muchedumbre recién salida de sus exámenes de fin de año y que sólo quieren divertirse con los artistas de turno. Porque en este caso no se trata de cultura musical sino de cultura del entretenimiento, que considera a la música sea electrónica como la excusa más obvia para congregar a miles de personas acampando y divirtiéndose en un gran terreno bajo el sol.
Por último, y casi a modo de reivindicación con este manoseado género, está el caso del festival Mutek. Nacido en Montreal, Canadá y con ediciones en España, México y Argentina, entre otros, el encuentro es uno de los más respetados dentro del mundo de la electrónica no comercial, junto a otros como Sónar, DEMF o Movement. Es un evento mucho más especializado, no tan masivo, en que el sonido es el gran protagonista. Los estilos que difunde van desde la música experimental, el ambient, el techno y house actual, el minimal e incluso el dubstep. Este año se vivió la primera edición de varios días de duración en nuestro país (del 6 al 11 de Diciembre), ya que desde el 2003 se realizaron algunas versiones en Santiago y también en el Muelle Barón en Valparaíso, pero en formato menor.
Mutek aún es un evento under en Chile: se escribe poco en la prensa al respecto y este año el record de gente que asistió fue de 3.500 personas en casi una semana entera de presentaciones entre el GAM y el Club La Feria. Hubo un fuerte contenido audiovisual en los conciertos y fiestas, además de un nutrido calendario de workshops, charlas e instalaciones interactivas sobre creación musical, cultura digital y nuevos medios.
Foto por Fabio Sepúlveda
El público de Mutek es más informado que el de Mysteryland y Creamfields, y está, de alguna manera, al tanto de la cultura electrónica, en gran parte conocen a los artistas (que no son muy famosos en Chile) o al menos se interesa aprender al respecto. Este año, el chileno-neoyorquino Nicolás Jaar fue quien atrajo la mayoría de público a la pequeña, pero precisa, pista de Club La Feria. Una audiencia privilegiada, de no más de 300 personas, que pagó una entrada a precio de concierto masivo para ver a un hombre detrás de un laptop cantando con un micrófono retro. Menos concurrencia tuvieron las otras sesiones nocturnas del club, donde se presentaron los músicos de dub techno minimalista Pole y Deadbeat, en fiestas de bajo precio y alto nivel musical. Las presentaciones en el GAM fueron exclusividad de unos pocos. La acondicionada biblioteca del edificio recibió -de manera bastante exótica- a variados artistas chilenos como Mostro, Kinética, El Sueño de la Casa Propia y DJ Fracaso, entre estanterías de libros y gente acomodándose en el suelo a solo centímetros de los músicos.
Algo más solemne ocurría en el anfiteatro donde se realizaron las sesiones A/Visions, que mezclaron lo audiovisual con presentaciones de música experimental y tendencias nuevas. Ahí se podía ver al miembro de Marciano, Rodrigo Castro, con su proyecto andino-electrónico Andesground, en un show seudo teatral con proyecciones de imágenes, músicos en vivo y personajes vestidos con atuendos aimaras danzando en el escenario y entre las butacas. También fueron sólo para los informados los notables conciertos del dúo sueco Midaircondo, conformado por dos chicas que parecen la versión experimental de CocoRosie, y los canadienses Artificiel, quienes dejaron a todos hipnotizados con su experimentación ruidista a través de la electricidad generada por la manipulación de una bobina Tesla.
Tres festivales, tres mundos totalmente distintos, pero que comparten la injusta premisa de ser eventos “electrónicos” en un país que mete dentro del mismo saco a todo lo que no esté hecho con guitarra, batería y un cantante. Un mundo que engloba desde los más desechables y baratos ritmos envasados que movilizan a miles de personas apoyadas por el deseo de pasarlo bien, hasta manifestaciones sonoras que en Chile aún están reservadas para, lamentablemente, muy pocos. Es así como la electrónica en nuestro país aún forma parte, por un lado, de un malentendido y desagradable cliché y, por otra, de un sector exclusivo y elitista que recién está comenzando a abrirse.