‘Canto sin nombre’ debería entrar con honores en una lista ficticia de las canciones chilenas desconocidas más hermosas. Es la primera de Embrujo, el primer y único disco homónimo que publicó esa banda que conformaban Carlos Fernández (voz, batería y guitarra), Ernesto “Tito” Aracena (voz y órgano), Guillermo Olivares (piano y flauta), Ernesto “Kiko” Murillo ( voz y guitarra) y Juan Carlos “Tato” Gómez (voz y bajo). Aunque no alcanza cinco minutos de extensión, se puede dividir en tres partes: una introducción de pulso firme, construido apenas con dos notas de bajo, percusión y seis versos; un delicioso arreglo de órgano sobre el que se escucha una inolvidable melodía (“Había algo extraño en tus cabellos / en ellos la luna se enredaba y no pasaba ya su luz); y un tercer momento, mucho más extenso y exuberante, donde se lucen el piano, la guitarra eléctrica y unas armonías vocales medio descuidadas. Esa última sección deja más que claro que se trata de rock, del aquel que se cultivaba en los incipientes ‘70: baterías libres, solos extensos, pianos y órganos que dialogan con espíritu progresivo. La canción completa, sin embargo, podría servir como ejemplo de la vía chilena al rock, ese que ahora llaman clásico. Esa ruta también la recorrieron alguna vez Los Jaivas, los Blops, los Frutos del País, los primeros Congreso, y seguía un movimiento pendular entre los referentes del rock anglosajón y un inefable sabor local.
‘Canto sin nombre’ es apenas una de las doce canciones que retratan esa oscilación. ‘Voy hacia el sol’ apunta de manera innegable a Abbey Road y varios momentos del disco no disimulan el influjo de los Beatles más tardíos. ‘Corre a los campos’ se inicia como algo de los Doors. La multiplicidad de cantantes puede incluso remitir a los mejores momentos de The Band, otro grupo que intercalaba piano, órgano y solos de guitarra precisos. No obstante, hay en esta música un tono local que es muy difícil definir y, al mismo tiempo, imposible dejar de percibir. Quizás se puede precisar en el mero hecho de cantar en español, una opción que en la época era definitoria, o en el uso de diminutivos en algunas letras (“Le canto a tu ser enterito de flores que bailan y no se recuerdan jamás”). Sea cual sea la razón, lo relevante es que se trata de una apropiación del rock, de una intención manifiesta por ser algo más que la mera imitación que cundió tan solo unos años antes en Chile.
La historia del grupo, de hecho, es un reflejo de la chilenización del rock. Tal como Los Jaivas fueron una orquesta de bailables llamada High Bass, esta fue primero una banda de música brasileña, pensada también para la danza. Luego se convirtieron en un grupo de rock más purista llamado Kissing Spell, que alcanzó a editar Los pájaros (1970), y recién al año siguiente terminan la metamorfosis rebautizándose como Embrujo. Aunque fue el instinto comercial del productor Camilo Fernández el que los llevó a cambiar de nombre (el primer disco vendió escasas copias), la perspectiva del tiempo indica que era un proceso que tenía raíces más sólidas, hundidas en un país que vivía días intensos. El proyecto de la Unidad Popular estaba en pleno desarrollo, la cultura se había volcado sobre Latinoamérica, la música rescataba los sonidos locales y la influencia anglosajona era acusada por la izquierda de extranjerizante e imperialista. Por eso, ahora no parece extraño que una banda viviera una transformación de ese calibre en una vorágine donde cabían influencias diversas, incluso la experimentación con drogas sicodélicas en el marco de investigaciones científicas. No por nada los padres de Carlos Fernández dirigían entonces el Instituto de Psicología Aplicada, ubicado en Bellavista 185 y que acogió no solo a Embrujo, sino también a integrantes de los Blops, por ejemplo.
Así fue la vida breve de Embrujo, cuyos miembros ya se habían disgregado a comienzos de 1972. Embrujo, el disco, es apenas un testimonio de ese proyecto de apropiación, de esa aventura frustrada de escuchar y tocar rock desde este costado del hemisferio sur.