23 años -y contando- van desde que De Kiruza grabó, junto a Jimmy Fernandez, ‘Algo Está Pasando’, considerada la primera canción de rap hecha ponderadamente en nuestro país. Un pelo antes de eso, Los Marginales y Los Panteras Negras ya soltaban la lengua y bosquejaban algunos flows, inocentes en su forma, pero avezados en contenido, en algún peladero de la periferia metropolitana. Hoy en 2011, el peso de la experiencia, la diversificación de los contenidos y los gustos, la renovación de los públicos, la fingida democracia impuesta por las nuevas tecnologías, entre otro puñado de factores, tienen a este grupo de románticos de ropa ancha a un paso de generar lo que parecieran ser los indicios de una embrionaria escena. Precaria, como el general de la industria de la música chilena, pero escena al fin y al cabo.
De a poco el vocabulario se nutre de nombres de productoras, eventos, festivales, marcas de ropa, contratos publicitarios, DJs residentes y nominaciones al Grammy. Vivir de la música, para la alta mayoría de los exponentes del genero, reside aún en la carpeta de los sueños, pero mansamente las posibilidades de autogestión y solvencia comienzan a brotar a la orilla del camino. Son muchos los síntomas que parecieran indicar los albores de un futuro próspero, no sólo del hip hop sino que de la música chilena en general. Revisemos ligeramente cómo MCs, beatmakers, DJs, productores y consumidores protagonizan este respingo.
Hace un buen rato que la etiqueta de la marginalidad cedió el monopolio en el rap. Sabemos que no es necesario ser de población para crear un hip hop creíble, tampoco la auto referencia al lugar de origen y sus vericuetos de pobreza es ley de escritura. Se puede rapear de lo dura que es la vida de un traficante del mismo modo que se le canta a lo sabroso del desayuno. En ese sentido, la reflexión segunda del músico de rap, la que sigue a la utilización de la palabra con ritmo como una poderosa arma de denuncia, es justamente la experimentación plenamente musical y estilística.
Los años han agregado gustos, tendencias y matices diferentes, que han resultado en que Chile tenga misteriosamente -dada la escueta población- exponentes de preclaro nivel en muchos y muy diversos estilos. Acá conviven actualmente, y de manera diplomática, la sabrosura hype de Zonora Point (bájalo gratis) y Ceaese (bájalo gratis), con la demanda política de los grupos cercanos a la Red Hip Hop Activista, cruzándose a su vez con la mirada por el retrovisor a la Golden Era, de grupos como Raw Corp (bájalos gratis) o Adickta Sinfonía (bájalos gratis). Todos parecieran tener su público, desde los letristas como Gran Rah, Cevladé (bájalo gratis) o Mantoi (bájalo gratis) hasta el aspaviento gangsteril de Nastiaz, KbroZethys y la gente de Block Royal. Y la lista sigue. A los ya clásicos como Ana Tijoux, Hordatoj y Seo2 se suman los aires del 2000 de grupos como Mente Sabia, Salvaje Decibel, Movimiento Original y Bubaseta. Podríamos seguir largamente hasta no dejar espacio en blanco.
Quizás sea esa neutralidad de la que hablan los lingüistas para referirse al dialecto chileno, más la condición aislada e insular, tan propicia para la creación poética, los causales de la proliferación del gusto y la factura de la música hip hop. Al chileno se le da bien rapear, tenemos grandes rimadores. Llevamos objetivamente, y sin ánimos chovinistas, metros de distancia con nuestros vecinos latinoamericanos, sin tomar en cuenta a la ensimismada escena brasilera. El nivel de nuestros MCs también da la talla para medir a los beatmakers y DJs, pues como todo tsunami que se precie, no sólo es agua lo que arrastra y como consecuencia de esto pareciera surgir, desde comienzos del 2000, una renovación del sonido y las producciones de hip hop, como si las instrumentales fueran arrastradas por la urgencia de esta multitud de voces en busca de un ritmo sobre el cual escupir una idea o un sentimiento.
Muchos asocian este fenómeno con la mega industrialización de las tecnologías y su consiguiente accesibilidad. En los noventa, hacer un disco con 300 mil pesos podría ser considerado una burla. Ahora no hay casi nada que un buen computador no haga, y surgen casos como el de Brous One, un chico que para cuando se lanzó “Mama Funk” (1995) de Los Tetas tenía solamente 5 años. Ahora es beatmaker y posee uno de los sonidos más old school que podemos encontrar. Sumemos a la lista a Frainstrumentos, Ariel Soza, Utópiko, Satrumentalz, Gonzo, Nick Calaveras, Foex, Geoslide (Q.E.P.D), D++, JesteinRitmos, Cafclock y un largo etcétera. Todos ellos buscando la mierda más fresca, el sonido más original posible. Puros síntomas de buena salud.
De un modo consecuente al fenómeno se articula el público rap. La proliferación de los músicos locales ha virado el sentido de marcha del gusto. Si los jóvenes de los noventa movían el cuello al ritmo de lo venido de España, Francia y Estados Unidos, ahora los chicos reclaman y piden a sus baluartes locales. En su paso por Chile, nadie coreó a Mucho Muchacho en el Parque de Abastos, pocos conocían la real importancia del español. Ellos fueron a gozar con Mic Aberración o con DeKilltros. Son capaces de llenar el Caupolicán en un concierto exclusivo de artistas nacionales, y plagar de descargas cuando los foros cuelgan lo último de Mc Unabez o Estrellas del Porno.
Caso aparte es el de la industria, que aún conserva el prejuicio de “ser flaite”. Aún, para muchas marcas, invertir en rap resulta riesgoso, “por rasca”. Y si bien es cierto que el promedio raso del oyente de rap tiene menos poder adquisitivo que la media de otros géneros como el rock, el pop o la electrónica, existen algunas variantes comerciales que han sabido explotar el nicho, auspiciando músicos, giras y conciertos.
Ni hablar de las compañías discográficas. Después del boom de los noventa, el de Tiro de Gracia, Makiza, Rezonancia, La Pozze Latina y La Frecuencia Rebelde, han existido apenas coqueteos fatuos entre músicos y multinacionales. La mano va del lado de la autogestión, es así como han surgido -en respuesta- un gran número de precarios sellos independientes dedicados de pleno al género y que, desde la artesanía, logran elaborar un sonido cada vez más pulido. Sin importar si es de provincia o capital, del gueto o del condominio. Encontrar un homestudio es cosa de levantar una piedra.
La otra gran deuda está dada por la prensa y la información, pilar fundamental para la formación de una escena que se precie. No existen medios especializados y profesionales que hablen de música rap en nuestro país. Tampoco existen revistas, páginas serias (a excepción de un par, el resto son sólo foros y portales de descarga) o medios de documentación que den cuenta de lo que pasa allá afuera. Claramente esto responde al mismo problema de la segmentación comercial. Al no haber un impulso económico sustentable y reconocible, al no inyectarse dinero de forma constante, el fenómeno surge desvirtuado, desconociendo el real valor de lo que se cocina y lo que se consume.
Deudas aparte, el estado de salud de nuestro rap es estable, no es todo lo lozano que se merece, pero esboza un muy buen futuro. Aún muchos miembros de esta tercera generación de raperos está en edad escolar (la primera generación bailaba break en Ossa y carreteaba en Mapocho. La segunda fue al recordado concierto en que Tiro de Gracia celebró las ventas de su disco debut en el Teatro Providencia y disfrutó el primer show de Violadores del Verso en Chile por 3 mil pesos, algunos recién están cursando sus estudios superiores. Para cuando estos jóvenes pasen la barrera de los 30, podrán decir con categoría que se criaron escuchando ‘Casas Bajas’ de Salvaje Decibel, coreando “fuck vieja sapa” y cabeceando con ‘Los Viejos Habitantes’, y que ahora sí tienen la plata necesaria como pagar por el producto completo. Pues que así sea.