La infancia de Tricky estuvo marcada por la tragedia y la disfuncionalidad. Nacido en Bristol, en 1968, Adrian Nicolas M. Thaws nunca conoció a su padre y sufrió el suicidio de su progenitora cuando apenas tenía cuatro años. Condiciones idóneas para configurar una personalidad atormentada y problemática, que se manifestó bajo la crianza de su abuela, quien nunca le brindó mayor guía ni protección. Una mujer cuya indiferencia potenció aquel cariz enigmático, alimentado por inquietudes existenciales que cuestionaban lo habido y por haber. El ambiente estaba lleno de incertidumbre.
Como era de esperar, el arte fue la salida de escape del joven británico. Adicto a las películas de terror y amigo de varios b-boys, al cumplir la mayoría de edad fue bautizado por ellos como Tricky Kid, mientras hacía sus primeras incursiones en el hip-hop. Entre sus conocidos, estaba el colectivo The Wild Bunch, un grupo que luego evolucionaría hasta convertirse en Massive Attack. Bajo su alero, grabó algunas voces en Blue Lines de 1991, donde mostró por primera vez sus dotes como MC. Con un estilo impredecible, fluctuante entre lo hablado y lo rapeado, era cosa de tiempo para que brillara con luces propias.
En 1994, mientras Portishead y Oasis se repartían las loas de la prensa, aparecen los primeros singles de Tricky como solista. ‘Aftermath’ y ‘Ponderosa’ fueron las canciones con las que el moreno anunciaba tranquilo que, independiente de que tal o cual banda estuviera en la palestra, su debut no dejaría indiferente a nadie. Y así ocurrió. A comienzos del año siguiente, Maxinquaye voló la cabeza del planeta entero, con una propuesta de influencias reconocibles, pero dispuestas de una manera jamás vista antes. Como si se reinventara un tablero de ajedrez.
El disco tuvo dos hitos, uno en su génesis y otro en su desempeño. Su nombre era una directa alusión a Maxine Quaye, la fallecida madre del inglés, cuyo dramático final determinó la vida entera de su hijo. Además, gran parte de la responsabilidad vocal recayó en Martina Topley-Bird, la jovencísima colaboradora y amante del músico, quien hizo ver a muchos al proyecto como un dúo y ayudó a configurar el carácter misterioso del trabajo. Aquella fuerza, adquirida por la matización de su raíz materna con la sexual, le dio al disco un magnetismo inusitado.
Pero no sólo había mística femenina. El otro gran mérito del álbum fue poner el término trip-hop en la boca de los medios y el público. Fuera de la discusión sobre su validez como género, cuando se hablaba de él, había un paradigma irrefutable y era la ópera prima del bristoliano. Aunque la palabra misma había sido acuñada el ‘93, Tricky le dio forma y fondo con su exquisita sobreposición de elementos tomados de disímiles lugares. Dub, hip-hop, electrónica downtempo, sicodelia, rock y samples al por mayor. La premisa era simple: a más eclecticismo, más riqueza. En esas lides, Maxinquaye fue grito y plata.
Avalada por tamaño evento generacional, la carrera del otrora nebuloso y confundido adolescente se transformó en un imán de orejas. Ha tenido altos y bajos, pero el valor de su aparición en la escena mundial no hace más que crecer con el paso del tiempo, convirtiéndolo en un ícono absoluto. “Es a los noventas lo que Prince fue para los ochentas”, afirmaba el magazine The Face hace once años. Tienen toda la puta razón.