A veces, hay artistas que no se dejan escribir. Puede que su imagen ronde por tu cabeza muchos días, que sus canciones sean parte de tu propia forma de ver el mundo, que hayas leído entrevistas incómodas y declaraciones sacadas de contexto para tratar de entenderlos aunque sea un poquito, de maneras más o menos importantes. Puede incluso que la imagen que crean en quienes los observan sea un invento, una forma de proteger al verdadero Yo que habita en ellos (y te engañas, y les crees, porque así funciona). Puede que se arrebaten de fragilidad incómoda en sofás de hotel dando entrevistas de tres minutos a medios de prensa que les preguntan qué tanto conocen de Chile o si abrazaría al Papa. Simplemente no se dejan escribir. Pero se dejan leer. Porque leer a la gente es un ejercicio de creatividad. Cuántas veces no hemos pasado por los mismos sonidos, ejercido presión con nuestros pulgares en el dial de una radio buscando una respuesta a una pregunta que también se nos escapa. Y uno crea al artista en la cabeza. De su voz, de la expresión de una onda de sonido que invade un Lada destartalado, extrae un rostro, que condice con una revista, con una voz sin timbres. Y uno crea al artista en nuestra cabeza. Le da sentido.
Juan Gabriel se hacía leer, y al mismo tiempo se nos escondía. Sonreía a la cámara con la comisura rebelde. En revistas sin peso contestaba preguntas sobre encontrar amores y conocer a otros cantantes. Podía ser un charro magnánimo, un trovador, un gigoló. Durante los años setenta y ochenta, ya con infinidad de discos bajo el brazo, se paseó por registros tradicionales y pop sin miedo, porque si algo se pierde siendo un rebelde, es el miedo.
Juan Gabriel nos deja, pero: ¿realmente alguien tan grande nos deja, así no más? Como parte de un plan mayor, el artista más grande que ha dado México (junto a Javier Solís, me tomo una libertad) hizo a punta de esfuerzo un legado de roble. Vistiendo los aires de la tradición más arraigada en la tierra que lo odió y lo amó, hizo y deshizo un género anclado en el tiempo, asociado desde la cuna a una tradición de machismo a veces insano, ese que ve al otro como un objeto de deseo, como posesión, como dote. De gran manera, Juan Gabriel jugó con ese mismo arquetipo, el modelo del macho mexicano, revistiendo en sus letras esa sombra , pervirtiendo el código a su antojo, jugando con su propia pelota en una cancha ya surcada por muchos, y haciendo goles, siendo celebrado, levantado en andas. No solo era su mérito componer bien, sino que también generar esa empatía transversal con su historia, jugando en la industria musical con una máscara de cristal.
Juan Gabriel revitalizó la música mexicana. Replicó las mismas obsesiones de la ranchera, se tomó licencias, jugó con la instrumentación de los discos, vistió todos sus miedos en sus letras. Compuso las más grandes canciones para terminar con alguien sin/con rencor. Recorrió el camino largo, como un puente levadizo destruido por el dolor, la pérdida, la propia alma destrozada. Se dejó a sí mismo inmortalizado en su obra, como un escultor obsesionado con su retrato frente a un espejo roto. Así como imposible es derribar lo que ya está en el suelo, también es impensable abarcar una obra tan extensa y variada, repleta de joyas que salpican de luz las telarañas de su propia existencia. Fue capaz de entregar lo que pocos entregan en el escenario. Cada lágrima que derramó en vivo era sangre de sus propias heridas abiertas. Desgarradoras e inabarcables interpretaciones en vivo legó a la música latinoamericana este niño mimado, frágil y terrible, este hombre santo y monstruoso, al que no se le puede pedir más. Al que no se le puede dar menos que Amor Eterno e inolvidable.