“¿Desde cuándo uno tiene que andar con una cámara en el bolsillo todo el día? No era una conducta cultural ésa. Eso viene de un producto que agrega un marketing, que impulsa una conducta de consumo, que se hace cultura. ¿Y ahora? Son infaltables las cámaras. Encima que no ven nada de lo que filman, sólo unas lucecitas desde lejos, yo los miro a los ojos y les canto y se pierden ese momento. Es algo que me pregunto en el show”.
Adrián Dárgelos
Es como si ya no bastara con escuchar un tema, como si recibir sonidos no fuera suficiente estímulo y se necesitara todavía más información. Adrián Dárgelos de Babasónicos declaraba al diario Página 12 que no entendía la sobrepoblación de cámaras digitales, que él miraba a su público directo a los ojos cuando les cantaba y que ellos se perdían el momento por estar concentrados en registrar lo que ocurría, en vez de vivirlo. Dicho y hecho: En su show del pasado miércoles 7 de diciembre, en el Teatro Caupolicán, fueron varios los presentes en cancha que pasaron de ser cómplices del argentino, para preocuparse de enfocar, encuadrar, guardar y, tal vez, subir el archivo a una red social para jactarse de haber visto en vivo a la banda.
Un poco antes, y desde mucho más lejos, los noruegos Kings of Convenience vinieron a Chile por primera vez, el 2 de diciembre, para cumplir el deseo de todos los que llenaron el Teatro La Cúpula. Pero también para compartir un atinado recordatorio: la tecnología es asombrosa, pero más posibilidades ofrece el cerebro humano. Con esas palabras pidió el dúo que dejaran de tomar fotos y, por un momento, las mañas del quisquilloso Erlend Øye y su compañero, Eirik Glambek, tuvieron todo el sentido del mundo. La intención no era ordenarle a las personas qué hacer, sino remecer un poco sus memorias y hacer que se acordaran de que la música es lo más importante en un concierto.
Esa tremenda obviedad dejó de ser tan evidente en un mundo tan lleno de posibilidades, donde un placer tan simple como escuchar una canción durante un recital pierde atractivo si no es acompañado por un trago, una cámara o un smartphone en el que twittear. El tipo que le gritó a Jorge González en el Centro Cultural Amanda, sólo para recibir su merecido de parte del legendario cantautor, cayó en las garras de esta nueva visión de mundo, en la que la música cumple un rol tan secundario que, incluso en un concierto, puede ser ignorada. Error.
Por supuesto que la ubicación de Amanda (Vitacura) propicia la ocurrencia del problema, porque llegan personas que no tienen idea sobre el artista de turno, pero cuentan con el dinero para pagar una entrada, consumir y actuar como si un músico de pub cualquiera estuviese en el escenario (ese trato recibieron Cat Power y Coralie Clément, por ejemplo). Sin embargo, pasa lo mismo en varios puntos de Santiago, desde las juntas de vecinos en que se organizan tocatas de rap, hasta en las contadas veces en que el Liguria se transforma en espacio para shows en vivo.
“Cállate, conchetumadre”, espetó González, antes de largarse con una colorida diatriba. Varios en YouTube lo tomaron como el acto de un rockstar prepotente con su público; pero los que estaban la noche del 9 de diciembre en Amanda, y otros muchos que lo vieron en sus computadores, aplaudieron las palabras del ex Los Prisioneros. Todo lo que el cantautor estaba exigiendo era ser escuchado y que no lo vapulearan durante su propia presentación, o sea, lo mínimo; algo que un tipo que ha escrito himnos generacionales y discos imprescindibles ni siquiera debería estar pidiendo. “Cállate, conchetumadre”. Cállate y calla todas las voces que te hagan pensar que la música es el arroz del plato, que los artistas no merecen respeto y que su trabajo es una excusa para “tomar y echar el pelo”.
Nota: Gracias a los que graban los shows, con audio e imagen aceptables, para después compartirlos en la red. Los villanos son los otros.