Londres, fines de los setentas, una ciudad gris y fría en más de un sentido. El National Front grita consignas racistas por megáfono, la Liga Anti-Nazi responde en las calles, la policía interviene, hay disturbios. The Clash, Steel Pulse, X-Ray Spex y Sham 69, entre otros, actúan ante miles de personas en el Victoria Park, en un concierto organizado por Rock Against the Racism. Es la misma ciudad donde Margaret Thatcher llega al poder, la misma de los billares, los skinheads, el reggae y el punk, los pubs y la cerveza a destajo. Ese es el escenario de Rude boy, película de Jack Hazan y David Mingay que acaba de presentarse en el Festival In-Edit Nescafé, como parte de la programación dedicada a los 40 años del punk. Y con esa distancia temporal, cuesta imaginar cómo habrá sido verla en 1980, cuando se estrenó y su atmósfera aún era contemporánea.
Muchas veces es presentada como “una película de The Clash”, pero en realidad Rude boy pretendía ser la historia de Ray Gange, un perdidísimo joven que deja su trabajo vendiendo pornografía para ser roadie de la banda y que es interpretado por el actor no profesional homónimo. Es un fan cumpliendo un anhelo, pero termina siendo un fastidio, alimentado por incontables latas de cerveza y opiniones opuestas a lo que, en aquella época, representaban los Clash: sus palabras expelen racismo, nihilismo, cinismo. Esa historia es intercalada con decenas de actuaciones en vivo del grupo, además de pasajes en hoteles, estudios de grabación, calles y salas de ensayo, así que la película oscila siempre entre la ficción y el documental.
El resultado final disgustó de tal modo a la banda y su representante, Bernie Rhodes, que pidieron a los directores que solo dejaran el material en vivo. La negativa de éstos provocó una disputa entre ambas partes y los Clash llegaron a distribuir chapitas para manifestar su rechazo (“I don’t want Rude Boy Clash Film”, decían), una actitud que se puede explicar desde variados ángulos. Como ficción, Rude boy es fallida. Las actuaciones son de aficionado y el guión fue improvisado de tal modo, que no llega a ningún puerto. Como documento, sin embargo, es valiosa: es un retrato de la Inglaterra de esa época y un registro del vértigo de los Clash en vivo. Lo que está en la película son las giras ‘On parole’ y ‘Sort it out’, justo en plena explosión del movimiento en el Reino Unido y antes que el grupo ampliara su sonido, así que Hazan y Mingay capturan el ímpetu de canciones como ‘White riot’, ‘I fought the law’, ‘Garageland’ y ‘Safe European home’. También hay entrañables secuencias de la grabación de Give ‘em enough rope, con Joe Strummer y Mick Jones grabando voces de ‘All the young punks’ y ‘Stay free’, respectivamente. Pero también hay escenas que los muestran despojados, lejos de cualquier engrandecimiento de banda rica y famosa. Al contrario, se ven desaliñados, arrogantes, agresivos, a ratos odiosos. “¡GET OFF THE STAGE!”, grita un furioso Mick Jones a la cámara durante una escena y, al mismo tiempo, eso es realidad y ficción.