“El Gorrión de Conchalí desmitifica la merca”, decía un epígrafe de The Clinic, allá por noviembre del 2018. La frase venía acompañada por una foto del mentado Gorrión en una piscina, y el titular era una cuña dando fe de que cuando se sentía mal, bastaba con “un pencazo” para que le volviera el alma al cuerpo.
“¡Están matando a un hueón!” gritaba Zalo Reyes en medio de una discusión con Carlos Caro, su doble. Era el año 2012, y el programa Cara & Sello presentaba el tenso encuentro entre el artista original y quien exigía que se le entregara la posta para ser el nuevo gorrión.
“Delante de ti hay una linda y preciosa manzana”. Corría 1995 y un joven hipnotista español, bajo el seudónimo de Tony Kamo, inducía al cantautor a comer una cebolla como si fuera la fruta prohibida en “Hablemos De”, estelar de la televisión chilena animado por un horrocrux disfrazado de ser humano.
La foto del Clinic lleva años circulando por redes sociales. Los dos momentos televisivos ya son parte de la mitología popular chilena. Apenas se supo la noticia del fallecimiento de Zalo Reyes (el domingo 21 de agosto, a causa de una falla multisistémica y tras pasar días hospitalizado), aparecieron raudas las notas en línea recordando esos y otros incidentes que lo tuvieron como pintoresco protagonista. Contenido fácil, de rápida digestión, que siempre genera clicks.
Al día siguiente, todos los pronósticos del tiempo para Santiago de Chile fallaron. El sol prometido nunca llegó. La neblina intensa del amanecer dio paso a un telón perpetuamente nublado, acorde a la jornada. El Gorrión, cómo no, fue velado en su comuna emblemática, Conchalí. Una banda en vivo y su repertorio grabado aseguraron que no hubiera silencio que opacara esta jornada en que el pueblo decía adiós a una de sus voces más emblemáticas. Una hora de espera para poder entrar al recinto, reporteaba Lucho Hernández.
¿Cómo se explica que todas esas “anécdotas” sobre Zalo Reyes no hayan hecho mella alguna en el sentir de la gente? No importa cuántas visitas tengan esas notas o cuántas veces previas se usaron esos clips en uno y mil espacios recopilatorios. El cariño de la gente quedó demostrado de forma empírica. Desbordante. Patente. Innegable.
Por supuesto que hay excepciones a la regla. Personas como Pedro Lemebel, por ejemplo, que lo conocieron en la clandestinidad del toque de queda, no pudieron hacer caso omiso a la declarada neutralidad del cantante a fines de la dictadura. Sobre todo porque múltiples apariciones en televisión durante los ‘80 daban fe de un trato, por lo bajo, afable entre el status quo y “el picante simpático que entretenía a los cuicos”.
En el libro De Perlas y Cicatrices (1998) el diagnóstico era severo y contundente: “El espigado cabro de Conchalí se fue hinchando de humos y placeres burgueses que lo convirtieron en un panzón de risa plástica, un fetiche picante de la cultura light, un invitado exótico para esos programas de conversa y liviandad que auspicia la actual tele democrática”. Y por supuesto que hay validez en ese análisis. Pero, una vez más, ¿cómo se explica que la opinión del pueblo no se moviera ni un milímetro en ese entonces?
Bien dijo Patricio Manns hace décadas que todo acto del hombre es un acto político. Si ése es el caso, Zalo Reyes tal vez era más complejo de lo que Lemebel veía. Sí, el músico se declaraba apolítico al tiempo que era parte de esas jornadas televisivas de dictadura. Eso es innegable. Pero, al mismo tiempo, su afán en aquellas instancias era derechamente antisistémico. Lejos de aceptar su teórico rol en la farsa, agachar el moño y aceptar migajas con una silente sonrisa de gratitud, utilizó cada oportunidad que tuvo para ser él mismo y, en el proceso, dejar en evidencia (y reírse de) el clasismo imperante.
Ahí donde Lemebel y otros con similar ojo crítico veían un peón gustoso de su rol en el juego del pan y circo, la gente veía a un artista que se mantenía fiel a su repertorio y se negaba a cambiar su forma de hablar. Y por ahí es que empiezan a aparecer las claves para entender la relación entre el Gorrión y su público. No importaba el escenario o el supuesto “nivel” de la instancia en que estuviese: Zalo Reyes nunca alteró su acento, nunca se preocupó de contener su carisma y nunca modificó su esencia musical.
Lejos de aquello, como bien menciona Marisol García en su libro Llora, corazón: El latido de la canción cebolla: “Su admiración por Lucho Gatica, Germaín de la Fuente y Ramón Aguilera aparecía en muchas de las entrevistas que el cantante tuvo en su época de mayor éxito. El conchalino era el continuador de una tradición de estilo romántico que no necesitó impostar claves de éxito extranjero”.
De la mano de ese estilo es que llegó a la radio y a la televisión. La relación entre su audiencia y su música se fue haciendo fuerte a punta de discos y singles, de lágrimas y violetas. Pero el recuerdo que vivirá en la memoria del pueblo chileno va más allá y fue grabado a fuego por lo que estaba ahí, entre canción y canción: su voz, su tono, su acento. Ahí está la clave. No importaba con quién se codeara en televisión: cuando el Gorrión de Conchalí hablaba, el pueblo se escuchaba a sí mismo.
Así, su carisma y su magnética personalidad aseguraron un recuerdo imposible de alterar. Una relación que va mucho más allá de su innegable estatus como figura emblemática de la música de su país. En la memoria de Chile, Zalo Reyes es pueblo. No hay titular o clip que pueda cambiar esa relación. No hay análisis, por muy válido que sea, que pueda remecer en modo alguno el cariño de la gente. Al final, como bien quedó demostrado, ese cariño es a prueba de balas.